El día del juicio, la inspectora Helen Wesley hacía los últimos preparativos de su investigación.
Los sucesos ocurridos en aquel pueblo de Arizona, habían transcendido por todo el mundo gracias a la prensa. Aquella sensacionalista profesión, no había podido dejar escapar la oportunidad de informar, acerca de esos trágicos acontecimientos ocurridos en Sedona.
En aquel pueblo se había cometido una masacre doble. En primer lugar, se habían encontrado los cadáveres putrefactos de treinta mujeres desaparecidas. Todas habían muerto de la misma manera; habían sido abatidas por alguna clase de arma blanca, mientras huían despavoridas por aquel siniestro bosque de Arizona. Todas esas mujeres tenían además algo en común, acababan de parir, y aunque entre los asesinatos de algunas de ellas había trascurrido unos cuantos años, todos los niños nacidos de sus senos, se encontraban sanos y salvos dentro de aquella congregación naturalista. El ahora fallecido Gary y los más leales a su congregación, habían conspirado para robar a aquellos niños, para luego criarlos y así aumentar los devotos a su nutrida secta. La segunda masacre había sido incluso más escandalosa. Tras el asesinato de las monjas de la única orden religiosa que había en aquel pueblo, las gentes de Sedona habían incendiado el campamento de los congregados, quienes se defendieron con uñas y dientes, para evitar que destrozaran su hogar.
Sin embargo, había algo que no terminaba de estar del todo claro para aquella inspectora novata, que sin duda, había cometido un acto de valentía, al salvar a aquella pobre chica, que había aparecido de improvisto un día en Sedona y a su bebé, la única niña nacida dentro de aquella congregación. Y es que aún no estaba del todo segura, acerca de la identidad de aquel cazador.
Gary había robado a los niños y había creído que el nacimiento de aquella pequeña, había sido una señal de la diosa y por tanto pensaban que aquel bebé, era la mismísima reencarnación de la naturaleza en un cuerpo humano. Ni él, ni sus seguidores, habían cometido los asesinatos de aquellas chicas. La inspectora sabía que se trataba de alguien, no solo ajeno a la congregación, sino también a Sedona.
Había otra persona que inquietaba la mente de nuestra inspectora. Sídney había sido como una madre para aquellos críos y había confabulado con Gary, para secuestrar a la hija de Stella. Pero en ninguna de las ocasiones, había sido consciente de los asesinatos; simplemente pensaba que las mujeres abandonaban a sus bebés. En un último acto de arrepentimiento, la congregada, había dado su vida por salvar a la pequeña de Stella, y aunque para el mundo, aquella mujer había sido una villana más en aquella historia, Helen tenía del todo claro, que Sídney había sido la única persona buena y verdadera que había encontrado en Sedona.
Las bajas contadas por el incendio y la batalla entre ambos grupos de fanáticos, habían causado, no solo la desaparición del culto de los congregados, sino que ahora Sedona, era un pueblo fantasma, por el que ya, ningún alma viva rondaba por entre el laberinto de sus triangulares casas. Tan solo quedaba de Sedona, aquella gran calle del comercio, por donde transitaba una socavada carretera, que guardaba en su recuerdo, aquel día, en el que el espectro viviente de una joven, había aparecido como por arte de magia. Aquella joven, antaño macilenta y sombría, había recuperado ahora, el vigor y la alegría, que aquella panda de maniacos, le había arrebatado durante los meses de represión, en el campamento de los congregados.
Stella había vuelto con su familia, quienes felices y esperanzados, habían acogido también a la pequeña de la joven. Su madre, había querido hacer honor a la detective, que le había salvado la vida a ambas, poniéndole su nombre a la pequeña. Así que en la actualidad, Stella y la pequeña Helen vivían en paz en un pequeño pueblo, no tan distinto a Sedona.
– Entonces, el señor Toretto y yo, llevamos al bebé junto a su madre, para que al fin se reunieran. – Terminó de relatar la detective Wesley.
– ¿Y el cazador? – preguntó el juez.
– El cazador se encuentra hoy entre nosotros – reveló la detective.
– ¿Y quién es de los acusados? – inquirió el magistrado, mientras señalaba al numeroso grupo de personas que ese día eran juzgadas.
– No es ninguno de ellos señoría – expuso con misterio. – El asesino, está hoy aquí como testigo. – Hizo una pausa para ordenar sus ideas. – El cazador nos ha engañado a todos, sobre todo a mí. – Dijo con pesar. – El asesino es… – inspiró con lentitud.- Las palabras amenazaban con salir temblorosas de su garganta. – El asesino de todas esas mujeres… ¡Es Jackson Toretto! – Acusó al hombre del que se había enamorado.