Segunda oportunidad

Un millón de años atrás

Mi ánimo no era apto para lidiar y, tal vez, tampoco para apaciguar. Soportar a una joven adulta que pasaba horas sin salir de su habitación, sin dormir, sin comer y solo leyendo revistas o blogs sobre la muerte resultaba tedioso, sumado a la autosugestión que dichos artículos ocasionaban a la forma de ver y sobrellevar el diagnostico.

Mi tiempo libre, que solía ser bastante, lo aprovechaba para investigar un poco. Encuestas de personas que habían sufrido una pérdida, que se encontraban al borde de la muerte y, lo más irreal, los que juraban haber fallecido, pero por alguna extraña razón sucedió un milagro y volvieron a la vida. Leía cosas inimaginables, otras tantas inventadas y, a causa de esto, mi ansiedad llegó a tal punto que por las noches empezaba a soñar, o mejor dicho, a crear pesadillas con lo que el futuro me tenía deparado. Me empezaba a preguntar cómo sería mi funeral, quien estaría allí y si la gente lloraría o diría: “Al fin”, pero jamás obtendría una respuesta concreta, por más que la quisiese o buscase. Aquello estaba destinado a ser y no podría interferir en esa realidad.

Tres semanas después de la visita al nosocomio, en específico, el viernes por la mañana, mamá me convenció en retomar mis terapias psicológicas ya que, según ella, me ayudaría a salir de la supuesta depresión que atravesaba. Hablar no era algo que me agradara, de hecho, mi personalidad se caracterizaba por ser reservada y hasta se podría decir que muy apartada del mundo exterior, no obstante, no era pretexto suficiente como para dejar de agenda cita con la terapeuta.

Pasé el apuntador de un lado a otro de la pantalla, las consultas eran a través de la webcam por lo que podía tomarlas desde mi habitación.  Desanimada, me centré de nuevo en su imagen tratando de prestarle atención, relajé los labios y permití que un pequeño bostezo saliera de mi boca, mis parpados comenzaban a cerrarse. El entrecejo de Eva, mi psicóloga, se frunció al darse cuenta de mi nulo interés hacia la sesión y articuló:

—Catherine, ¿me escuchas? —preguntó. No respondí—. ¿Gustas decirme que es lo que te pasa?

Mordí el interior de mi mejilla, desorientada y exhausta.

—¿Qué ocurre, Catherine? —Eva obligó a que mi atención se posara en ella—. ¿Cómo vas? ¿Has vuelto a aislarte?

La castaña me divisaba a la expectativa de mi respuesta. A pesar de mi silencio, decidí darle lo que buscaba y contesté.

—Pésimo, usted ya debe de saberlo.  Y sí, volví a encerrarme. ¿Para qué salir si cada paso que doy me desgasta más y más? Mi vida es menos que una mierda, en unos meses ya no estaré aquí y lo único que sé hacer es deprimirme. Dígame, ¿acaso tiene sentido? ¿Por qué no muero de una buena vez y evito esta tortura?

Eva meneó la cabeza.

—Pensé que había quedado clara mi respuesta a esa pregunta —me evadió 

—Lo sé, pero la muerte es parte de la vida, ¿o me equivoco? —refuté

—Cath…

—Solo contésteme —pedí.

Nos quedamos calladas durante unos segundos. Aún cuando una pantalla nos separaba, su mirada fue paciente ante la mía.

—Es correcto —dijo al fin—. La muerte es una fase natural de la vida. A todos nos llegará nuestro momento, es inevitable.

Le di un vistazo cautivo y rápido la regresé a mi teclado.

—¿Qué se supone que debo hacer? Es tan… desgastante el no poder controlarme… me da terror el pensar, me hace sentir que de alguna forma estoy muriendo en vida —inhalé y proseguí—. En este instante me gustaría mucho que dejara de ser una jodida metáfora.

Paré, mis ojos amenazaban con desbordarse en lágrimas. Di un gran respiro, no quería llorar, estaba cansada de hacerlo. Día tras día y noche tras noche repetía el mismo recorrido, el mismo tramo repleto de oscuridad e incertidumbre.

La psicóloga suspiró.

—Es totalmente normal que te sientas así —mencionó con tranquilidad—. Estos años has hecho un esfuerzo gigantesco, has sido muy fuerte y valiente al afrontar todos estos cambios. En lugar de cuestionar o enfurecerte, lo que podrías hacer es valorar; valorar tus avances. El temple que transmites frente a las adversidades.

Si antes estaba confundida, ahora lo estaba más.

—No le veo sentido —musité.

—No tienes que darle sentido. Tú sola le brindaras tu marca, un significado único y propio —puntualizó firme—. No es necesario comprenderlo de inmediato. Lo importante es que sigues aquí, de pie y luchando para salir adelante.

—¿Y la muerte? —lancé extrañada.

Eva sonrió.

—Es lo último que tienes que contemplar en la vida.

—¡Catherine!

Suspiré escuchando a mi madre gritar. Ella hizo chillar el claxon por la lentitud de mis pasos, pero luego suavizó su semblante y sonrió. Me había invitado a acompañarla a la tienda y, al verme acorralada, no tuve más opción que acceder con absoluta insatisfacción. Hoy en día ya casi nadie —ni nada—, lograba animarme o sacarme una sonrisa.

Me dispersé al abrir la puerta y sentarme en el asiento trasero del auto.

—Muy bien —celebró, abrochándose el cinturón—. ¿Sabes lo que haremos?




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