Segunda oportunidad

Blanco y negro

“Supe que está de regreso, señorita.

Espero que no sea por mucho tiempo, es decir, que su recuperación sea pronta.

Ojala me dé la oportunidad de volver a verla. Claro, si no le incomoda mi presencia.

Un saludo.

-FM”.

 

No pude evitar sorprenderme.

El papel resbaló de mis dedos hacia el lado derecho del colchón. Mi mirada se posó en aquella nota en la sábana, tan inesperada e impredecible.

Myers era raro, actuaba como si me conociera de toda la vida, pero apenas y nos habíamos visto un par de veces. Me preguntaba porque seguía internado, algo sucedía en realidad. Pero no podía investigarlo, no me correspondía.

¿Por qué se empeñaba en cruzarse conmigo?

Suspiré y decidí que era hora de dejar de pensar tonterías. Después de unos minutos, la enfermera entró al cuarto y me ayudó a dirigirme a la ducha. Mi primera ducha en días.

Sin duda, mi condición empeoraba, y esto lo pude comprobar al mirar mi reflejo en el espejo del baño. El sudor cubría gran parte de mi rostro, mi cuerpo menudo y delgado, casi al grado de que los huesos bajo mi piel se comenzaran a notar.

Un asco.

La enfermera abrió el grifo y me dio la privacidad necesaria. El agua tibia cayendo sobre mis brazos y espalda hizo que soltara un poco de la tensión que cargaba, relajándome. Cuando terminé, procedí a secarme y vestirme, tenía frio.

La chica uniformada estaba esperándome fuera del cubículo.

—¿Lista? —preguntó al verme salir.

—Creo —le respondí, frunciendo el ceño.

Ella sonrió a medias.

—¡Excelente! —dijo emocionada—. ¿Sabes?... tengo noticias que darte.

—Odio las noticias.

Río.

—Estas son buenas noticias. Te lo juro —explicó, auxiliándome a subir de nuevo a la camilla.

Bufé.

—¿Acaso la palabra bueno tiene lugar? —la cuestioné, retadora.

—Ay, Cath —canturreó—. Escucha, te haré un breve chequeó y más tarde podrás salir al patio. El doctor Walter lo autorizó.

Un paseo. ¡Vaya premio de consolación!

—Ah, así que esa es la maravillosa noticia —dije y abrí el cuello de mi bata para que pudiera examinarme.

—Sí, ¿no es genial? —dijo sonriéndome.

Suspiré.

—Por supuesto, estoy que muero de la emoción.

Ella guardo silenció y se acercó. Como de costumbre, inició con los exámenes diarios. Me tomó la presión arterial, miró mi electrocardiograma —que era uno de los peores que había visto en su carrera profesional—, y escucho mi corazón. La peor parte del proceso. Aunque no lo quisiera, siempre me distraía al estudiar el rostro de la joven, cada vez que ponía su estetoscopio en mi pecho sabía que no me encontraba bien. Mi vida no iba ni iría bien.

Levanté la mirada hacia ella, quien me miraba con fijeza, dubitativa de mi actitud tranquila.

—¿Entonces? —indagué observándola.

Torció la boca como si estuviera tratando de no ser tan sincera y, con una negación de cabeza, forzó una sonrisa y me regaló la cara más lastimera del mundo.

—No es tan malo —concluyó girándose y guardando su material.

Llegó el ansiado momento que salí de la habitación. Todavía llevaba el suero pegado a mi brazo, pero por fortuna el instrumento de donde colgaba la bolsita se manejaba con llantas removibles, por lo que me facilitaba el caminar y moverme. Sujeta de la enfermera avancé por los largos y amplios pasillos del nosocomio, recordando los tiempos cuando no tenía que depender de una niñera para seguir existiendo.

El chirrido del metal contra el piso de mármol comenzaba a agotar mi paciencia y, ya harta, opté por la única opción disponible: Conversar con la mujer que me cuidaba.

—Increíble—dije, arribando a la puerta trasera—. Usted conoce prácticamente todo de mí, y yo ni siquiera sé su nombre.

Ahora que lo pensaba, era cierto. Mi mal genio era tanto que no le había tomado interés a nada que no fuera yo y mi jodido corazón.

—Me alegra que quieras saberlo —mencionó eufórica y cargó el tripie con mi suero, dándome paso al jardín—. Bueno, nunca es tarde para empezar. Mi nombre es Anna.

Sonreí. Una sonrisa sincera fue la que brindé.

—Bonito nombre —susurré—Pues… mucho gusto, enfermera Anna.

Ella río.

—Mucho gusto, Catherine.

Asentí y seguimos caminando. Mi estomago empezó a crujir, no podía comer nada de lo que me ofrecían en ese lugar, teniendo en cuenta las náuseas que me provocaba. Continué avanzando, hambrienta, hasta la raíz del viejo y gran árbol junto al muro que daba al exterior. La gente a mí alrededor charlaba, e inclusive, reían como si se olvidaran de la realidad, de su realidad.




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