Segunda oportunidad

Should I give up?

“Los muertos reciben más flores que los vivos, ya que el remordimiento es más fuerte que la gratitud”.

Ana Frank.

 

Mi madre me había advertido lo que haría, y a pesar de que no quería aceptarlo, terminé por hacerlo. En verdad me desagradaba la idea de que papá se enterase de mi estado actual, no deseaba sus demostraciones de afecto, sus mil y un intentos fallidos por mostrarme lo mucho que, según él, me quería. Era tarde para eso

Entendí que en algún momento sucedería. Era lógico. Tan pronto y cumplí las semanas en el hospital, mamá soltó la bomba de que iba a donde mi padre para explicarle que mi caso empeoraba. Luego de un rato intentando convencerme que era necesario, lo comprendí. Pero, por supuesto, no sería fácil. No después de todo.

Hojeaba una revista prestándole la más mínima atención. El televisor estaba encendido, pero tampoco le brindaba interés a la programación. La hora del desayuno trascurrió y me encontraba a la espera de que Anna terminara con el chequeo. Sentí unos golpecitos en la parte alta de la espalda y alcé la cara para divisar a la enfermera.

—¿Ya? —me quejé. Estar con la espalda descubierta era una tortura.

—Con esto es suficiente —dijo, colgando el estetoscopio alrededor de su cuello.

Suspiré de alivio. Recuperé mi postura recta y me subí las mangas de la bata, tuve que pedirle auxilio para que ajustara el listón a mi cintura.

—Realmente estoy jodida, ¿no? —pregunté de la nada. Ella me atisbó con el entrecejo arrugado.

—Te he dicho que no me gusta oírte hablar así—musitó y dirigió la vista a las hojas en sus manos.

—Bien —rendida, acepté.

No podía hacer nada, ella lo sabía y no la obligaría a reafirmarme una vez más lo que yo ya conocía. Me recosté perezosamente encima de las almohadas, miré a la chica y ella aún estaba parada de espaldas, apuntando sabe qué cosa en el expediente. Cuando cerró la carpeta, articulé.

—Todavía me indigna que no conozca a Adele.

Ella río.

—Perdón. No soy tan actualizada como ustedes —se excusó—. Paso la mayor parte de mi día aquí, no tengo tiempo para escuchar música.

—Solo la que pone Glenda —completé y Anna asintió.

Glenda era la encargada del Departamento de Trabajo Social. Una señora de al menos sesenta años a la que le encantaba aburrir y dormir con sus canciones a todo aquel que pasara frente a ventanilla.

Música de mierda para un lugar de mierda.

Anna Brown”, la voz de la anciana por el parlante hizo que Anna dejara de mirarme y volviese a su trabajo “Se necesita su presencia en el piso dos, habitación cincuenta y seis”.

—Regreso —Ella me observó—. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?

Chasqué la lengua.

—Creo que…

Anna Brown, se necesita su presencia en el piso dos. Habitación cincuenta y seis “. De nuevo sonó el tono chillón.

La joven tomó el manubrio del carrito y dio la vuelta hacia la salida. Antes de que cruzara el umbral, llamé su atención con un comentario.

—¿Podría conseguirme una gelatina de limón?

Fue divertido ver su aspecto luego de pedir el postre. Una mezcla de “Joder, ¿hablas en serio?” y “¿Qué droga había en tu desayuno?”

—No debería pasarte comida de contrabando, Cath —me dijo.

—Eso me haría feliz.

Rascó su nuca, pensativa e incrédula.

—Bueno, no lo prometo —suspiró y me sonrió—. Pero veré que puedo hacer.

Agradecí.

Anna Br…”

—¡Ya voy! —Anna farfulló y cerró la puerta.

Las tardes aquí podían resultar terriblemente silenciosas. En los peores silencios me era posible escuchar llantos de otros pacientes, de familiares que habían sufrido alguna perdida, sus lamentos y gimoteos se filtraban entre las paredes de concreto. La luz que me iluminaba provenía de la ventana, la misma que daba una vista panorámica de la ciudad y los suburbios.

En mi aburrimiento silencioso alcancé a oír unas pisadas que se acercaban. Se detuvieron y escuché que alguien tocó mi puerta. Dos golpes suaves.

—¿Catherine?

Levanté la cabeza y percaté de la presencia del doctor Walter.

—Entre —acepté, lo cual pareció sacarlo de su trance.

Él se acercó a la cama.

—Me informaron que estabas despierta, me alegro de poder verte —comentó mirando mi electro—. ¿Cómo te sientes?

—No me ha dado un ataque, si es a lo que se refiere

La respuesta fue más agresiva de lo que planeé.

Ambos nos quedamos en silencio, Walter bajó la mirada hasta el reloj en su muñeca y yo permanecí quieta. De repente me llamó y lo observé arqueando una ceja.




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