Segunda oportunidad

Agridulce

Una vez que entre a mi habitación cerré la puerta y dediqué algunos segundos a recuperar el cauce de mi respiración. Una extraña emoción me recorría el cuerpo. ¿Por qué me arriesgue tanto? ¿Por qué se sentía… bien? Despabilé mis pensamientos y decidí deshacerme de todo aquello que evidenciara mi fuga.

Cerca de las siete y media de la noche, me lavé la cara y me dispuse a cambiarme de bata. Sin embargo, cuando quise quitarme la sudadera de Fred y ponerla en un lugar no muy visible, me sorprendió algo en el interior de los bolsillos. Me tomó un tiempo para abrir el cierre y exterminar mis dudas.

 

“Espero que estas sí sean de su agrado, señorita. Que tenga una linda noche :)

-FM”.

 

Decía la nota pegada a un mini paquete de galletas de fresa. Y, entonces, mi rostro mostró lo inesperado.

Una sonrisa.

 

Sábado por la mañana; el fin de semana había llegado. Suspiré, escuchando algunos reclamos que se ahogaban detrás de las paredes del baño.

—¡No, Bartolomé!

Cerré los ojos con fuerza e intenté no prestar atención. Los murmullos enfadados de mi madre cada vez se hacían más audibles.

—¡No será lo que el señor diga!

Eché una exhalación por lo bajo.

Lo mismo de siempre. Pensé.

—¿Sabes? ¡Ya no quiero seguir hablando contigo! ¡Haz lo que quieras!

Sujetándome a la almohada, tragué saliva y obligué a mi cuerpo a voltearse sobre mi costado izquierdo; segundos más tarde, escuché el pestillo de la habitación. Noté su presencia, pero no dije nada hasta que giré y la atisbé.

—¿Otra vez discutiendo?

Suspiró.

—Lo siento —se disculpó—, creí que estabas dormida.

Le sonreí, falsa y forzada.

—¿Ya te doy tu desayuno? —me preguntó deseosa por cambiar de tema—. No quiero que te malpases.

Asentí, reacomodándome en la camilla para que pudiera pasarme la bandeja y tener una postura más cómoda.

No deseaba reanudar la conversación, me frustraba y, de alguna manera, me dañaba. A mamá tampoco le gustaba hablar de lo sucedido, Quizá pensaba que yo no había escuchado gran parte de su discusión, cuando en realidad me enteré de todo.

Tal vez podría evitar las peleas en mi presencia.

La mitad del desayuno fue en silencio hasta que ella cuestionó: 

—¿Lo has visto?

—¿A quién?

—Al chico simpático.

Le respondí más rápido de lo planeado.  

—¿Te refieres a Fred?

Ella río.

—Exacto —afirmó con una sonrisa—. Es lindo, ¿no lo crees?

Me encogí de hombros.

—No —mentí, llevando el último trozo de fruta a mi boca.

—¿No? —reprendió burlona—. Tu cara me está diciendo lo contrario.

Dirigí las manos a mi rostro, asegurándome de que era verdad lo que exponía, la piel de mis mejillas era víctima del calor. Maldita sea, me sonrojé con un comentario insignificante.

—Bueno… algo —murmuré.

Mamá sonrió, paciente.

—Es un buen muchacho —susurró.

—Sí, ya —dije sarcástica—. Eso ya lo habías dicho.

No contestó.

Gruñí. Abaniqué mi cara para evitar que la pigmentación se expandiera y miré el reloj en la pared. Ya pasaba del medio día.

—Cath —me llamó—, ha llegado la hora de levantarse, cielo.




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