Segunda oportunidad

Un mensaje

—¿De verdad no vas a hablarme en todo el día? —Mamá inquirió soltando un suspiro y hundiendo el entrecejo. Yo no dije nada, me limité a observarla de reojo y a regresar mi atención al libro que sostenía entre mis manos—. De acuerdo.

Lunes por la mañana. Ayer por la noche cuando me quedé platicando con Fred perdí la noción del tiempo, lo último que recordaba era su voz antes de que yo cayera en un sueño profundo. Me cuestionaba sobre que tendría el chico para que me calmara de esa manera.

Ahora me encontraba exhausta a lado de mamá, a quien por obviedad ya no me le podía esconder más. Anna estaba en el archivo, tenía que terminar de revisar algunos expedientes y por la tarde regresaría a realizar mi chequeo general.

Igual que siempre. Más de lo mismo.

—¿Hoy vendrá Walter? —pregunté mientras cambiaba de página.

Mi madre me miró.

—Al parecer, sí —respondió—. Tiene que darnos noticias.

—Ajá.

Traté de no alterarme con lo que significaba “noticias”, lo que, por supuesto, me alteró más.

Relamí mis labios y regresé al silencio, flexioné mis piernas y apoyándome sobre ellas, intenté concentrarme en la lectura, de nuevo.

—Catherine —reinició y yo bufé por la interrupción—, sé que hice mal al no consultarte lo de tu padre —dijo con delicadeza y, de igual forma, pasó sus dedos por mi libro pidiéndome permiso para retirarlo—.  Pero hija, aplicando la ley del hielo no vas a resolver nada. No tienes cinco años para comportarte de esa manera, cariño.

Dejando salir un poco de aire de mis pulmones, me reincorporé encima de las almohadas. En ese momento no deseaba tocar el tema.

—Madre, ya —susurré.

—No, nada de ya —con la voz más elevada habló—. Acepto mi error, sin embargo, eso no justifica tu actitud.

Me calló de golpe y, en ese instante, una duda surgió de mi cerebro.

—¿Por qué? —repliqué con rudeza—. ¿Por qué ahora y no antes?

Antes.

«Lo que no vale la pena es pensar tanto en el pasado».

¡Mierda!

Mamá respiró profundamente.

—Creyó que las cosas serían más fáciles para ti.

—Pues se equivocó porque nada de esto es fácil —resoplé—. Nada. 

Unas ligeras líneas de expresión se formaron a los costados de su rostro mientras me miraba con atención. Líneas de tristeza, comprensión o resignación. Suspiró con pesadumbre, como sin con esa respiración se estuviera liberando a si misma de algo o alguien.

—Lo sé —dijo ella.

Su semblante mostró melancolía y sus cuencas amenazaban con desbordar las lágrimas que tenían retenidas. Soltó otro suspiro y cerró los ojos por varios segundos.

—Sé que ahora es muy difícil para entenderlo —añadió—. Por eso, tal vez, lo mejor será que medites un tiempo.

Meditarlo. En pocas palabras, acostumbrarme a la ausencia de papá y fingir que nunca pasó nada. Y si eso hiciera, ¿sería lo correcto? ¿Estaríamos felices? ¿En paz con nosotros mismos? ¿Me iría con la conciencia tranquila sabiendo que no pude tener una buena relación con mi padre?

Me devolvió el libro y besó mi frente.

—Bien, iré afuera. Quiero un café y pasaré a sacar algunas copias —explicó, cortando el tema. Yo asentí en un murmullo—. En un momento regreso.

Al escuchar la puerta cerrarse, mi pecho se encogió, pero respiré y espanté mis inmensas ganas de llorar, evadiendo así todos los recuerdos que había traído con la llegada, el vacío que había resurgido en mí tras el abandono.  

Por la tarde, alrededor del mediodía, estuve hablando con Anna. No me dijo mucho, solo la novedad de que salió con un camillero del piso dos —algo muy heavy como para describirlo—, yo le conté como me sentía respecto a mis padres y ella trató de consolarme. Debía admitir que la compañía de esa enfermera hacía que no me sintiera tan sola.

—¿Has terminado? —preguntó, refiriéndose a mi plato de comida.

—Sí, gracias —Tomé mi vaso para beber un poco de jugo y la observé por encima de la superficie de plástico.

—Me alegra que estés comiendo mejor, Cath.

Sonreí a medias.

Vi como recogía algunas cosas y apuntaba otras, durante ese tiempo me mantuve en silencio, esperando su próxima pregunta o indicación.

—¿Quieres un postre?

Me encogí de hombros.

—Supongo —ladeé los labios—. No es esa papilla insípida que solía darme en un inicio, ¿cierto?

Ella río. Se me quedó mirando y del bolsillo de su bata sacó un vaso de lo que, si mi vista no me fallaba, era yogurt para después entregármelo.

—¿No quieres salir al jardín? —me preguntó curiosa.

Dudé por un segundo, pero luego respondí.

—Hoy no.




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