Segunda oportunidad

Epilogo

EPILOGO

Lo que queda después de la explosión

Tiempo despues

 

Había pasado un año de lo ocurrido, y yo ya no era la misma.

Dos días después de que Fred falleciera fue mi cirugía. Luego de eso, no recordaba nada más que llanto y los brazos de mi madre intentando amortiguar el dolor. Mi padre supo lo que había sucedido y de inmediato llegó al hospital al día siguiente de mi traslado a piso, me abrazo, de nuevo me pidió perdón y me dijo que lo sentía muchísimo, sin embargo, todo ese consuelo no era suficiente, me sentía y una parte de mí estaba vacía.

Fred se fue sin que yo pudiera decirle algo. Nunca escuchó de mis labios un te quiero ni un te amo. No pude asistir a su velorio ni a su sepelio. No valoré su última conversación. No supe cuál sería su última sonrisa o su último adiós.

No supe honrar su vida.

Me sentía mal, terriblemente mal y culpable. Sabía que él había hecho todo por mí y yo no hice nada por él. Sin embargo, ahora ya era tiempo de afrontar los hechos. El sol estaba resplandeciente, el cielo azul y despejado. Cerré los ojos y suspiré.

Decidí ir sola, no quería ir en compañía de mamá, de Ángeles, Zac o cualquier otra persona que perturbara mi momento de soledad. A pesar de sus insistencias, finalmente asintieron y accedieron a mi petición.

Mis ojos recorrieron lentamente el lugar hasta toparme con ese sitio que había estado evitando durante tanto tiempo. Aquella lapida donde descansaban los restos del chico que alguna vez llegó a alegrar mis días con sus sonrisas y comentarios. Que sin saber cómo o cuando me enamoró y luego me destrozó sin siquiera decir adiós. No me había acercado lo suficiente y ya tenía el corazón acelerado.

Su corazón. 

Volví a sentirme pequeña. Insignificante. Un pedazo de nada en medio de un todo.

Dejé que todo lo que estaba en mi interior saliera. Me desahogué sin importar que tan doloroso resultara.

—Ha pasado un año... —murmuré, aun con los ojos cerrados—. Estoy bien. He mejorado mi relación con mi madre, con mi padre, pero tú… tú no estás.

Limpié las lágrimas que se deslizaron por mis mejillas y continué:

—Perdón por no haber venido en todo este tiempo, pero sinceramente no podía —susurre—. Han sucedido tantas cosas desde tu partida… tantas.

Apreté los parpados en un intento inútil por retener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Aquel dolor era insoportable.

—Los doctores dicen que mi corazón, tu corazón, se ha adaptado perfectamente a mi cuerpo —esnifé—, y que tal vez en unos meses más pueda retomar mi vida sin ningún problema.

Mis piernas empezaban a temblar. Sabía que en cualquier instante podría desfallecer.

—Mamá quiere que me vaya de viaje antes de retomar mis estudios, quiere que salga de este hoyo en el que me quedé después de tu muerte… —sollocé—, pero no creo poder hacerlo, no por el momento.

Tallé mi rostro y retiré algunos mechones de pelo de mi frente.

—Esto cada vez es más difícil. Estoy exhausta.

Solté un profundo suspiro y entrelacé mis manos. Era como si volviera al día donde nuestra historia se había terminado. Mi cordura se estaba desvaneciendo.

—Pero no todo ha sido malo, ¿sabes?… —dije con una débil sonrisa—. ¿Recuerdas esa tonta apuesta de quien conduciría mejor? Pues, adivina a quien le darán su licencia de conducir el próximo martes... —Mi voz se estaba quebrando—. Creo que gané.

Si, tal vez era estúpido mencionar algo así en una situación así, pero todavía podía recordar a la perfección la alegría que vivimos al compartir esa experiencia; las líneas que se formaban debajo de sus ojos al curvear sus labios, podía oír aun su voz en sincronía con los sonidos existentes a nuestro alrededor, el brillo de sus ojos al encontrarse con los míos… pero todo eso se había convertido en cenizas. 

—Te extraño, no tienes idea de cuánto.

Abrí los ojos y miré su lapida. Un escalofrió me recorrió el cuerpo cuando mis dedos rozaron el material frio.

—Ahora soy yo la que te da las gracias, Myers —sollocé—. Gracias por ser quien me enseñó a valorar lo que tengo porque no se en que momento lo puedo perder. Gracias por enseñarme a querer y a ser querida. Gracias por mostrarme todas tus facetas, desde la más infantil hasta la más humana… gracias por permitirme estar en una pequeña parte de tu vida, mi amor.

Del bolsillo de mi sudadera saqué un paquete de galletas, el IPod y un dibujo que hice sobre uno de los lienzos que me había regalado. Con cuidado los dejé sobre la tumba junto con una rosa blanca y permanecí ahí, de pie, susurrando mis últimas palabras. 

—Yo también te amo, Fred. Estés en donde estés, espero que no sea demasiado tarde para que lo sepas.

Quería que él lo supiera, no me importaba que tan tonto sonara eso, necesitaba sacarlo de mi sistema; lo amaba, pero nunca se lo pude decir.

El ardor se apoderó de mi pecho.




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