El sonido de la alarma del reloj irrumpió escandaloso en la habitación de Ana, daban las 6:00 am y era el momento de empezar con la jornada aburrida de madre soltera de clase media.
Aun con los ojos entrecerrados saltó de la cama. Torpemente su mano derecha empujó hacia el suelo un vaso de vidrio con agua hasta la mitad que reposaba sobre su mesita de noche. Farfulló un insulto entre dientes y se dirigió al closet para sacar el atuendo con el cual llevaría a su pequeña hija a la escuela primaria. Nada fuera de lo común y quizá solo distinto en el color de lo que vestían todas las demás madres a esa hora del día: un jogger de color naranja con una sudadera blanca tres tallas más grande con la intención de ocultar un incipiente vientre rebelde a las rutinas de gimnasio. No obstante, a sus 35 años ella parecía más joven, quizá por su actitud desenfadada, o su herencia genética. Tenía unos ojos color café grandes y expresivos con largas pestañas rizadas, la piel morena clara y el cabello castaño brillante y lacio que caía abundante por debajo de la línea de los hombros. Era un poco más alta que el promedio y con una figura curvilínea sin dejar de ser delgada. Pero, sobre todo, poseía una sonrisa franca y amable, que a pesar de los contratiempos parecía decorar permanentemente su rostro.
Unos largos y tediosos minutos después cruzando el tráfico abarrotado de la ciudad, Celina cruzaba la puerta de la primaria y Ana se despedía de ella tirando un beso al viento y arrancando su auto compacto color azul rumbo a su casa. Ese día disfrutaría de su horario favorito para trabajar en el “Petite Swan” un pequeño restaurante francés donde hacia años era la manager, gerente de ventas, líder de compras y todos los demás puestos que requería el ser el brazo derecho de Dominique, el propietario, quien había sido su jefe desde que se vio obligada a mudarse de ciudad luego de un mal divorcio con el padre de Celina.
Ambos se habían hecho amigos casi desde el principio, hacía seis años. Domi, como ella le llamaba, hablaba por entonces un pésimo español y ella, por su parte, no hablaba ni una sola palabra de francés. Así que con la voluntad y la necesidad de por medio, ambos habían desarrollado la forma de comunicarse lo mas correctamente posible, hasta el glorioso día en que Domi había llegado casi a dominar el idioma español. Entre los compañeros de Ana circulaba hacia tiempo el rumor de que Domi estaba mas que enamorado de su empleada, pero para ella, el chef francés, joven, soltero y amable, no era sino un gran amigo al que le debía lealtad por haber sido la primera persona que le tendió la mano desinteresadamente cuando había llegado a la ciudad con Celina en brazos.
Casi como por arte de magia, los manteles blancos cubrieron las mesas, las flores de los vasos de cristal fueron sustituidas y Ana, en la puerta, ya estaba ataviada con el uniforme del día, un traje sastre de pantalón color camel, el cabello recogido en una coleta y su blanca sonrisa recibía a los primeros clientes del local. En ocasiones durante el turno compartía alguna frase con Lula, una de las meseras que era quizá su mejor amiga dentro y fuera del trabajo. Lula era de su misma edad, baja de estatura y francamente delgada, con la piel blanca como la leche y una abundante melena afro casi rubia que se movía al ritmo rápido que Lula vivía la vida; Lula era soltera, sin hijos y sin embargo la entendía casi a la perfección y siempre le inyectaba ánimos y la vitalidad que a ella le sobraba cuando todo parecía fallar alrededor.
La cocina del “Petite Swan” tenía habilitada un área de comedor para empleados lo más funcional posible, e incluso podría decirse que hasta cómoda; Domi solía hacer coincidir los horarios para no comer solo y solía compartir esos breves momentos con algunos de sus compañeros. Empotrada en la pared, una pantalla de tv se sintonizaba siguiendo una única regla: quien llegue primero escoge programa. Esa tarde cuando Ana cruzó la puerta blanca, ya Domi había elegido. Ella dirigió una mirada de decepción a Lula, los gustos del jefe, como los de la mayoría de los europeos que conocía, era todo menos amenos. Domi siempre que ganaba aquel “honor” sintonizaba el noticiero, incluso en algunas ocasiones anteriores había buscado un noticiero de su país, obviamente en francés, pero luego de los reclamos y la amenaza de no volver a comer en su compañía, había prometido que cualquier programa que eligiera sería hablado estrictamente en español. Eso no le quitaba lo aburrido, ni lo decepcionante para las chicas, quienes preferían ver algún programa corto de comedia en su descanso o algún musical. Sin embargo, ese jueves no sería el caso. No obstante la elección, Lula y Ana por primera vez en mucho tiempo estaban poniendo su atención a las notas que la adusta presentadora de la tarde relataba, unas en torno al clima, otras, a los conflictos bélicos en distintos países. “Lo bueno siempre lo dejan al final” comentó Lula refiriéndose a las notas que salían en torno a los carteles mexicanos; Lula siempre había fantaseado en convertirse en lo que ella llamaba buchona tuneada, en referencia a las famosas mujeres que enamoraban a los capos, vivían entre lujos y que, sobre todo, no tenían la necesidad de trabajar atendiendo mesas de “clientes groseros y mano largas” como los que ella en bastantes ocasiones había tenido que poner en su lugar.
Editado: 15.05.2022