Con el paso de los meses, Clara, Lucas, Sara y Tomás retomaron sus vidas, cada uno marcado por la experiencia en la mansión pero, al fin, en paz con lo que habían vivido. Clara había aprendido a convivir con los recuerdos; sus sueños de la mansión se habían desvanecido, y las sombras que alguna vez la acecharon ahora se sentían como un eco distante, casi olvidado.
Una tarde, Clara caminaba por la ciudad cuando pasó frente a una tienda de antigüedades. La ventana estaba cubierta de polvo y las estanterías repletas de objetos viejos. Sin saber por qué, Clara sintió un impulso inexplicable de entrar.
Al recorrer la tienda, sus ojos se fijaron en un objeto pequeño, escondido entre libros y figuras antiguas. Era un colgante de plata, idéntico al que había dejado en la mansión durante el ritual final. Al acercarse y tomarlo entre sus manos, sintió un leve escalofrío recorrer su cuerpo. La sensación le resultaba familiar, como el toque de una sombra suave y distante.
El dueño de la tienda, un hombre de cabello gris y expresión enigmática, se acercó a ella.
—Parece que algo la ha llamado —dijo, con una sonrisa misteriosa—. Ese colgante llegó aquí hace unos días, nadie sabe cómo. Es curioso… siempre pensé que estaba destinado a alguien.
Clara, con el colgante en sus manos, sintió cómo los ecos de la mansión resonaban de nuevo, apenas un susurro en su mente. Al salir de la tienda, miró una última vez el colgante y guardó silencio, como si una parte de ella comprendiera lo que ese hallazgo implicaba.
Lejos de allí, en un lugar olvidado y cubierto de niebla, un terreno baldío comenzó a cobrar forma. Las sombras parecían moverse, como si algo antiguo y poderoso estuviera regresando. Los primeros cimientos de una estructura oscura y sombría empezaban a aparecer, lenta y silenciosamente, bajo el resplandor de la luna.
La mansión no había desaparecido por completo; tan solo aguardaba… esperando a su próxima Heredera.