Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

EL VACIO ANTES DEL REGRESO..

El reloj sonó a las 6:12 de la mañana. No lo necesitaba; siempre me despierto antes. Abrí los ojos y me incorporé de inmediato, como si dormir fuera solo una obligación cumplida, no un descanso. Me senté en el borde de la cama y clavé la mirada en la nada.

A mi lado, una mujer respiraba profundo entre las sábanas blancas. Hermosa. Perfecta. Desnuda. Pero invisible para mí. No sentí nada. Ni ganas de mirarla. Ni de tocarla. Ni de despedirme. Solo vacío.

Me até las zapatillas, me puse los auriculares y salí al gimnasio del edificio. Corrí en la cinta como si quisiera huir de mí mismo. La música instrumental sonaba, pero no buscaba motivación, buscaba apagar lo que todavía ardía adentro. Exorcizarlo.

Cuando volví al departamento, ella ya estaba despierta, envuelta en la sábana.

—¿Te vas a quedar a desayunar? —me preguntó.

—No desayuno con nadie —respondí sin mirarla.

Vi cómo se vestía en silencio. Antes de irse, me lanzó una frase que sonó a reproche y a intriga al mismo tiempo:

—Sos un misterio, Gonzalo.

Me detuve en el umbral, pero no giré.

—No soy nada —dije. Y me fui.

Las calles de Madrid me recibieron con sus trajes grises y cafés para llevar. Caminé solo, como siempre. Con paso firme, con sombra en los ojos.

El recuerdo volvió sin permiso. Un flash en mi cabeza: su mano tomada a la mía en un evento, sonrisas falsas a los fotógrafos. Mensajes en un celular que no era mío. Una foto con otro hombre. La traición. La puñalada más limpia y certera que recibí en mi vida.

Sacudí la cabeza. El pasado estaba enterrado. O al menos, eso quería creer.

Ya en mi departamento, me hundí en los números, contratos y balances. Todo bajo control. Hasta que el celular vibró. “Mamá”, decía la pantalla.

—Hola, má. ¿Todo bien?

Silencio.

—¿Mamá?

Su voz llegó temblorosa:

—Tu papá está en el hospital... tuvo un preinfarto.

El mundo se me achicó en un zumbido.

—Está estable —agregó—, pero los médicos dijeron que tiene que parar. Pensar en el retiro. Quiere hablar con vos.

La voz de mi viejo entró, débil pero firme:

—Hijo, es momento de que vengas. Tenés que tomar el timón de Silva&CIA Textiles.

Respiré hondo. Miré mi reflejo en el vidrio. Vi al hombre que juré dejar atrás.

—Estoy volando esta noche —le dije.

Esa tarde, la valija ya estaba cerrada. Pasaporte, un reloj, una corbata azul que él me había regalado. No sentí nostalgia al mirar el cielo gris de Madrid. Solo la certeza de que había cosas que todavía valía la pena enfrentar.

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EL REGRESO

El avión aterrizó en Ezeiza de madrugada. Bajé con un bolso de mano. Nada de equipaje extra. Ni literal, ni emocional.

El aire húmedo de Buenos Aires me golpeó apenas crucé la puerta. Cerré los ojos un segundo. Ese olor, ese ruido, esa familiaridad incómoda que era, al mismo tiempo, necesaria.

En el taxi, la ciudad desfilaba por la ventanilla como una película vieja. Calles que conocía de memoria. Esquinas que habían guardado besos, risas y traiciones. El taxista puso un tango. No me quejé.

Otra vez, el recuerdo. Yo, entrando al baño de aquel departamento en Recoleta. Ella riendo con su celular en la mano. El mensaje. La foto con otro. Y mi mundo partiéndose en dos.

Volví al presente apretando los puños. Respiré. El taxi frenó frente a la casa de Belgrano. Mi madre me esperaba en la vereda, con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos.

—Papá está en el cuarto —me dijo al abrazarme fuerte—. Quiere hablar con vos primero.

Asentí. Miré la fachada. Sentí el peso de todo lo que había dejado atrás y de todo lo que estaba a punto de empezar.

—Volví —murmuré.

Y crucé el umbral.




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