Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

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Abrí la puerta del dormitorio.

Ahí estaba. Luis Silva. Mi padre. El hombre que siempre había visto invencible. Pero no ahora. Tenía el rostro pálido, ojeras marcadas y el pecho subiendo y bajando con un esfuerzo que me dolió ver. Y, sin embargo, sus ojos… seguían siendo los mismos. Firmes. Incómodamente firmes.

—Me alegra que hayas venido tan rápido —dijo sin rodeos. Su voz era más débil, pero su tono seguía siendo el de un general.
—Pero sabés que esto no es una visita familiar.

Me quedé parado unos segundos, sin saber si abrazarlo o discutirle. Al final, solo respondí:
—Nunca lo sería.

Me hizo una seña para que me acercara. Me senté frente a él, sintiendo la distancia enorme que había entre los dos, aunque apenas nos separara el escritorio improvisado al costado de la cama.

—Te quedan tres meses para absorber treinta y cinco años de trabajo —soltó de golpe—. Antes de fin de año, esta empresa será tuya.

Me reí, incrédulo. Caminé por la habitación y acaricié con la yema de los dedos la maqueta del primer taller textil que él había fundado.
—¿Y si no quiero? —pregunté, sin mirarlo.

Lo escuché reír. Una risa corta, amarga, cargada de cariño.
—Sabés que ya estás adentro. No viniste por el título. Viniste por mí. Por tu apellido.

El silencio se alargó. Volví a sentarme. Lo miré a los ojos, buscando grietas en esa coraza.

—Las cosas cambiaron, hijo —continuó él—. No somos solo los Silva. Tenemos nuevos socios… algunos visibles, otros no. Hay un accionista mayoritario. Está en las sombras. No quiere exponerse. Nadie dentro de la empresa sabe quién es.

Fruncí el ceño.
—¿Y confiaste en alguien que no da la cara?

Suspiró.
—No tuve opción. El mercado cambió, las reglas cambiaron. Vos tenés que aprender rápido. No es solo producir telas. Es leer entre líneas, entender los juegos de poder.

Apreté la mandíbula. Sentí hervir la bronca mezclada con miedo.
—No vine a jugar.

Sus ojos se clavaron en los míos, duros como siempre.
—Entonces no vas a durar.

Nos quedamos mirándonos, padre e hijo. Dos generaciones distintas, dos hombres con heridas diferentes, pero con el mismo peso en los hombros: el legado Silva.

Y ahí entendí que ya no había marcha atrás.




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