Entré al edificio de Silva&CIA con paso firme, aunque por dentro sentía un torbellino. Los pasillos olían igual que siempre: mezcla de café, papel y tela recién planchada. Me miraban. Todos. Algunos con curiosidad, otros con recelo. No sabían si saludar, si bajar la vista o si medirme como se mide a un intruso. No era yo: era mi apellido caminando frente a ellos.
Llegué a recepción. Y ahí estaba.
Una mujer de curvas pronunciadas, vestida en un conjunto business casual que le quedaba impecable. Cabello oscuro, ojos intensos, labios que parecían tan firmes como su postura. Me observaba con el ceño fruncido, sin pizca de simpatía.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó con tono firme, casi desafiante.
—Soy Gonzalo Silva —contesté, serio, sin una sonrisa.
Me recorrió de arriba abajo, como si me evaluara en segundos.
—¿El hijo perdido? Bienvenido a tu reino.
La frase me golpeó, pero no lo mostré.
—¿Y vos sos?
—Constanza. Secretaria de tu padre. Aunque ya no sé de quién.
—Eso lo vamos a descubrir en estos tres meses.
Se hizo un silencio pesado. No hubo simpatía, ni cordialidad. Solo electricidad en el aire. Y por primera vez desde que pisé la empresa, sentí que no estaba entrando solo en un mundo de negocios… sino en un campo de batalla.
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HERIDAS Y RUMORES
Los días siguientes fueron una sucesión de reuniones, balances, presentaciones y un sinfín de nombres que apenas recordaba. Pero ella… Constanza, siempre estaba ahí. Impecable, firme, con ese aire de quien no se deja intimidar por nada. Cada vez que entraba a mi oficina, notaba cómo su sola presencia alteraba el aire.
Esa tarde, estaba revisando unos papeles cuando golpeó la puerta y entró con una carpeta en las manos.
—Estos son los informes que pidió —dijo, seria y correcta.
Apenas la miré.
—Gracias.
Se dio vuelta para salir. Y ahí abrí la boca. No sé por qué. Tal vez porque mis fantasmas me hablaban demasiado fuerte. Tal vez porque todavía sangraba por dentro y necesitaba clavarle las astillas a alguien más.
—Aunque… dicen por ahí que no solo traés informes a esta oficina.
Se detuvo. Sentí su silencio como una amenaza.
—Dicen que tenés un “trato especial” con mi padre. Que sos su preferida.
Giró despacio. Sus ojos me taladraban de rabia.
—¿Perdón?
Me encogí de hombros, sin emoción.
—Solo repito lo que circula. Supongo que ser la preferida tiene sus ventajas.
No alcancé a procesar lo rápido que se acercó hasta que la tuve frente a mí. Y entonces…
¡PUM!
La cachetada me dejó ardiendo la cara. Pero lo que más me golpeó no fue el dolor físico, sino lo que vi en sus ojos: verdad. Indignación. Dignidad.
—¡No vuelvas a decir una mentira tan miserable como esa! —me gritó, con la voz quebrada por la furia.
Dio un paso atrás, respirando agitada.
—Tus padres me dieron un trabajo cuando no tenía nada —dijo, mirándome directo, clavándome como una lanza—. Me trataron como a una hija cuando mi mundo se derrumbó.
Me quedé mudo.
—¿Vos creés que porque estoy buena y soy mujer, tengo que acostarme con alguien para estar donde estoy? —remató.
No supe qué contestar. El silencio se hizo insoportable.
Y entonces, bajando un poco la voz pero con la misma firmeza, me dio la última estocada:
—Gonzalo… tenés muchas cosas rotas por dentro. Pero yo no soy tu ex. Y no voy a dejar que me trates como a ella.
Se dio media vuelta y salió cerrando la puerta de un portazo.
Me quedé solo, con la mejilla ardiendo y la culpa en el pecho. No era solo el golpe lo que me dolía: era la verdad que me acababa de estallar en la cara.
Y por primera vez en años… sentí.
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Editado: 14.09.2025