Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

EL SILENCIO PESA

Oficina central de Silva&CIA.

Entré al edificio con el traje impecable y el gesto impenetrable que ya era costumbre. Saludé apenas con un movimiento de cabeza; todos me respondieron con respeto, aunque pude sentirlo: no me miraban a mí, miraban el apellido que cargaba.

Y ahí estaba ella. Constanza. Cabello recogido, postura firme, ojos clavados en la pantalla. No hizo el más mínimo gesto cuando pasé frente a su escritorio. Me detuve, esperando.

—¿Buenos días no se saludan? —dije, con ironía.

Sin levantar la vista, respondió seca:
—Buenos días, licenciado Silva. La sala de reuniones está lista, como solicitó.

Eso fue todo. Corto, preciso, sin una pizca de emoción. Como si yo fuera parte del mobiliario.

Me quedé un segundo parado, incómodo, mientras ella seguía tecleando. Invisible.

Más tarde, en la sala de reuniones, fingí leer papeles mientras los accionistas conversaban. Pero mi cabeza estaba en otro lado. La busqué con la mirada… no apareció.

Cuando regresé a mi oficina, encontré una nota sobre el escritorio:

> “El señor Aráoz pidió reprogramar la reunión para mañana. Saludos, Constanza.”

Nada más. Ni una firma cálida, ni un “atte.”, ni un simple deseo de buen día. Solo lo justo.

Me hundí en la silla, exhalé y tamborileé los dedos sobre el escritorio.
—Antes gritaba… ahora el silencio es peor —murmuré para mí mismo.

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Casa de los Silva — Domingo

La semana entera fue igual. Ella hablándome solo lo indispensable. Y aunque no quisiera admitirlo, ese silencio me carcomía.

El domingo volví a compartir el almuerzo familiar. Bajé las escaleras y me sorprendí: Constanza estaba allí, con un delantal puesto, ayudando a mi madre en la cocina, riendo como si fuese parte de esa mesa desde siempre.

Mi padre jugaba con los chicos, y ella… ella los abrazaba, acariciaba, reía. Como si fueran sangre de su sangre.

Me quedé en el marco de la puerta observándola. Y por primera vez la vi de verdad: no como secretaria, sino como madre. Como mujer. Y algo en mí, algo que no entiendo, me dolió.

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Después del almuerzo.

Mientras los adultos charlaban en la galería, David jugaba al fútbol improvisando un arco con dos macetas. Yo, con el saco colgado en una silla, lo miraba en silencio.

Abigail jugaba sola en el pasto con una muñeca y un cuaderno. Tarareaba bajito una canción infantil. Nadie la presionaba; era evidente que respetaban su ritmo.

Me acerqué a David, le pateé la pelota.
—¿De qué cuadro sos? —pregunté.

Me miró con seriedad adolescente.
—Boca. Obvio.

Sonreí, arqueando una ceja.
—Ya era hora de encontrar a alguien con buen gusto en esta casa.

Me estudió un segundo, y después sonrió también.
—¿Sos bostero?
—De toda la vida.

Jugamos unos pases. Risas cortas, complicidad tímida. Desde la ventana, pude ver a Constanza observándonos, con orgullo y… ¿preocupación? Mi padre, en cambio, sonreía satisfecho.

La pelota rodó hasta donde estaba Abigail. Se detuvo frente a ella. La nena la miró fija. No se movió. Me acerqué despacio y me agaché. Sus ojos, enormes, se clavaron en los míos.

—¿Me ayudás a atraparla? —le pedí suave.

Ella se inclinó lentamente y me empujó la pelota con las manos. Nuestros dedos se rozaron. Y entonces, ella sonrió.

—Gracias, princesa —le dije.

No contestó, pero no se alejó. Su cuaderno me llamó la atención.
—¿Eso lo dibujaste vos?

Asintió. Me senté a su lado, arruinando el pantalón sin importarme.
—¿Puedo verlo?

Lo abrió. Dibujos simples: casas, muñecos… y en una hoja, una familia. Un hombre de traje, una mujer con delantal, dos chicos. Lo reconocí al instante.

—¿Esta es tu familia?

Me miró directo a los ojos. Y por primera vez, habló. Su voz fue apenas un murmullo.
—Ese sos vos.

Sentí que algo se me partía por dentro. Esa nena me había mirado… y me había incluido. Me había elegido.

Desde la galería, alcancé a ver cómo Constanza se llevaba una mano al pecho. Mi padre, a su lado, dijo en voz baja:
—Ya ves… el hielo también se derrite.

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Esa noche. 🌙

Salí al jardín con una copa de vino. El silencio y el cielo eran mis únicos cómplices.

David apareció con una gaseosa en mano.
—¿Qué hacés acá afuera?

—A veces necesito esto —respondí, sin mirarlo—. Mirar sin pensar.

Se sentó a mi lado. El silencio con él no pesaba.

—¿Sabías que mi vieja se casó con mi papá cuando tenía 21? Eran novios desde la secundaria. Se peleaban por todo, pero nunca se soltaban.

Lo miré, sorprendido.

—Cuando papá murió, pensé que mamá no iba a poder. Pero se bancó el dolor, y se bancó ser mamá y papá a la vez.

Me quedé helado. No sabía que era viuda.

—Eso no cualquiera lo hace —alcancé a decir.

—Ella no se rinde. Por nosotros hace lo que sea, aunque le duela. El otro día le dije que ya era hora de que volviera a enamorarse.

—¿Y qué te dijo?

David bajó la mirada.
—Se rió… y lloró. Dijo que tiene miedo. Miedo de que, si se enamora, esa persona no nos quiera a nosotros también.

Me quedé callado, mirando el vino en mi copa.

—Yo le contesté que, si alguien no nos quiere a todos, entonces no la merece tampoco —agregó.

Le sonreí, apenas.
—Tenés razón.

—Yo solo quiero verla feliz —siguió él—. Que se ría como antes. Ella no es solo nuestra mamá… también es una mujer.

Lo miré con más profundidad de la que quería mostrar. No respondí. Solo asentí.

David se levantó y volvió a la casa. Yo me quedé solo. Tomé un sorbo de vino, me pasé una mano por la cara y, en voz casi inaudible, murmuré:
—No… no es mi tipo.

Pero lo que sentía en el pecho me desmentía. Algo en mí estaba empezando a resquebrajarse.

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