Al día siguiente en la empresa
Constanza
Otra mañana más. Lo escucho entrar antes de verlo: el murmullo contenido de los empleados, el sonido de sus zapatos firmes contra el mármol. Impecable, como siempre. Como si la vida no lo hubiera tocado nunca.
Yo no lo miro. Me aferro a la carpeta que tengo delante, como si esos papeles fueran un escudo.
—Tenés reunión con Finanzas a las diez. Después viene el director legal. Ya confirmé el almuerzo con los nuevos proveedores —digo, sin levantar la vista.
Mi voz suena neutra, tal y como quiero que suene. Ni una grieta. Ni un resquicio.
—Perfecto —responde él, igual de frío.
El silencio queda flotando, pesado, incómodo. Lo siento mirándome, aunque no alzo los ojos. Mis manos parecen firmes, pero un temblor mínimo delata que no soy tan de piedra como aparento.
Entonces lo escucho preguntar:
—¿Cómo está Abi? ¿Mejor?
Eso me desarma un segundo. Trago saliva. Justo ayer… con él en la clínica, cuidando a mi hija como si fuera suya. Pero no. No debo confundirme. Asiento apenas.
—Sí. Gracias.
No me atrevo a mirarlo. No quiero que lea en mis ojos lo que ni yo misma entiendo.
Le entrego una carpeta. Nuestros dedos se rozan. Retiro la mano enseguida, como si me hubiese quemado.
—El informe de costos. Lo revisé dos veces. Luis siempre prefería los detalles claros —murmuro, más suave de lo que debería.
Él me mira de una forma distinta.
—Se nota que cuidás cada cosa que hacés.
Por un instante me tiemblan las defensas. Lo miro, apenas. No puedo evitarlo. Pero recupero mi tono.
—Es mi trabajo.
Me doy la vuelta y vuelvo a mi escritorio. Lentes puestos. Muralla arriba. Porque sé que si me quedo un segundo más, algo va a quebrarse.
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Gonzalo
Me quedo observándola. Algo en su mirada me atravesó, aunque enseguida volvió a ponerse la armadura. Constanza González… cada día que pasa me resulta más indescifrable.
Y entonces, camino a la sala de reuniones, la escucho reír. Una risa distinta, suelta, cálida. Me detengo.
Desde la oficina de RRHH, la veo. Diego. Fachero, simpático, abrazándola con confianza. Ella le revuelve el pelo, cómplice, como si fueran de toda la vida.
—Vamos, reina, cuando quieras te hago el pase a RRHH… —bromea él.
Ella ríe. Ella ríe con él.
Algo me aprieta en el estómago. No es rabia. Es peor. Es celos. Aunque no lo quiera admitir.
Entro. Me presento. Le estrecho la mano a Diego con firmeza, demasiado firme. Mido cada palabra.
—Encantado. Veo que tenés buena relación con el personal.
No suena como un elogio. Y lo sé.
Constanza interviene rápido, ligera, hasta burlona:
—Diego es mi debilidad. Siempre me saca una sonrisa.
Clavo la mandíbula. No digo nada más. Le pido que me siga a la sala. Salgo antes de que me gane la expresión que me está ardiendo por dentro.
Pero no lo aguanto mucho. Cuando la alcanzo en el pasillo, la voz me sale seca, envenenada:
—¿Siempre es así con todos tus compañeros? ¿O Diego tiene algún tipo de privilegio especial?
Ella se detiene. Y sonríe. Una sonrisa peligrosa, como si supiera exactamente qué botón apreté.
—Tranquilo, presidente. Diego tiene novia. Se llama Soledad. Tres años juntos, un perrito, domingos en lo de los suegros… —clava la estocada con dulzura venenosa.
Me deja mudo. Da un paso más cerca.
—Y por si te lo preguntás, no. Nadie me espera en casa… salvo mis hijos. Los únicos que me importan.
Me mira fijo, me quiebra sin esfuerzo, y después me corta en seco:
—¿Algo más? ¿O hablamos de temas importantes?
No respondo. Ella gira sobre sus tacos y se aleja con una elegancia que me quema.
Yo me quedo ahí, tragando el orgullo. Apretando los dientes.
Perfecto, Gonzalo. Muy profesional todo.
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Editado: 14.09.2025