Gonzalo
La ciudad duerme, pero yo no.
Estoy en mi departamento, rodeado de ventanales que muestran un Buenos Aires inmenso, pero vacío. Luces lejanas, ruido apenas perceptible. Todo tan frío como yo quisiera estar.
Me sirvo un whisky. Aflojo la corbata. De fondo, suena un jazz suave, como queriendo acariciar un silencio que pesa demasiado.
Me siento frente al ventanal, apoyo la copa en el muslo y respiro hondo.
Me froto la nuca.
¿Cómo hace Constanza?
¿Cómo sonríe así después de todo lo que le pasó? ¿Cómo sostiene el mundo sola… y todavía se ve entera?
Bebo. El ardor me quema la garganta, pero no tanto como la imagen que se me mete en la cabeza sin permiso.
Me imagino llegando a casa. No a este departamento helado… a una casa con olor a comida casera. Constanza abre la puerta, sus hijos corren hacia mí gritando “¡Gonza!”. Ella me abraza, me besa como si fuera lo más natural del mundo. Y yo… yo sonrío. Me siento en casa.
Abro los ojos de golpe.
Sacudo la cabeza.
—No —digo en voz alta, molesto.
Camino hasta el espejo. Me miro fijo, como si pudiera reventar la imagen que me devuelve.
—No es mi tipo —me escupo en la cara.
A mí me gustan otras mujeres. Flacas, elegantes, sin hijos. No… no una secretaria con curvas y con problemas.
Bebo otro trago, más largo, más desesperado.
—¿En qué carajo estás pensando, Gonzalo? —susurro.
Lanzo el vaso al lavaplatos. El ruido seco del cristal me arranca del sueño despierto, pero no alcanza.
Miro otra vez hacia el ventanal.
Y no veo la ciudad.
Veo a Constanza, riendo con su hija, con esa sonrisa que no me deja en paz.
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Dos días después
Estoy en mi despacho. Frente a mí, un montón de informes que no leo. La vista se me va sola, a través del vidrio opaco que separa mi oficina del área de secretaría.
Ella ríe. No conmigo, claro. Con otro. Con un compañero que le muestra unos papeles. Después, Diego le guiña un ojo. Ella se acomoda un mechón de pelo y le contesta con un gesto.
Aprieto los labios.
—No es mi tipo —me recuerdo, murmurando.
Me levanto. Camino hasta la cafetera, pero vuelvo a mirar. Ella sigue allí. No me registra. No existe para ella nada más que su trabajo y los que la rodean.
Y esa indiferencia me carcome.
Me quedo parado, taza en mano, como un idiota.
—¿Por qué… justo vos? —susurro entre dientes.
Ella levanta la vista un segundo. Nuestros ojos se cruzan. Me asiente, seca, como si fuera un jefe más. Y vuelve a lo suyo.
La bronca me hierve en silencio. Doy media vuelta.
—Basta, Gonzalo. No es tu tipo. No es tu vida —me repito.
Pero la taza tiembla en mi mano. Y no es por el café.
Más tarde salgo al pasillo. La veo otra vez, hablando con Diego. Ella tiene una carpeta, se ve segura, tranquila. Como siempre.
—Constanza… necesito los reportes de gastos del último trimestre —digo, acercándome.
Ella se gira. Me mira apenas, sin sorpresa.
—Ya están en su correo, junto con el informe de Recursos Humanos que pidió. ¿Algo más?
Parpadeo, descolocado.
—No… está bien.
Asiente. Se vuelve hacia Diego.
—¿Me acompañás? Terminamos lo del personal nuevo.
Se va caminando con él, riendo por algo que le dice. Le da un codazo cómplice.
Yo me quedo ahí, solo. Con cara de piedra.
—¿Qué se cree esta mina? —murmuro entre dientes.
Me doy media vuelta y me encierro en mi oficina. Otra vez.
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Editado: 14.09.2025