Capítulo: Microgrietas
La empresa estaba casi vacía. Los pasillos silenciosos y la luz tenue de la tarde creaban una calma extraña, distinta a la habitual vorágine del lugar. Constanza caminaba con una carpeta en la mano, revisando los papeles que debía entregar. Al ver a Gonzalo todavía frente a su computadora, con la corbata floja, el saco colgado sobre el respaldo de la silla y la mirada perdida, dudó un instante antes de acercarse.
—¿Todo bien? —preguntó, su voz más suave de lo habitual, casi inesperada.
Gonzalo levantó la vista, sorprendido por el tono. Sus ojos, normalmente tan impenetrables, mostraban un atisbo de cansancio y vulnerabilidad.
—Sí… solo que a veces siento que no voy a estar a la altura —respondió, con una franqueza que pocas veces mostraba.
Constanza lo miró de reojo y, por un segundo, vio al hombre detrás del jefe. Solo, presionado, con esa vulnerabilidad que rara vez permitía que otros vieran. Sin darse cuenta, se le aflojó algo por dentro.
—Lo vas a estar —dijo casi sin pensar—. Aunque no lo creas, se nota que te importa.
Gonzalo la observó, sorprendido. Ese silencio compartido tenía un peso distinto, más humano. Pero Constanza reaccionó de inmediato, se recompuso, y le tendió los papeles de manera brusca.
—Firme esto, por favor. Y tómese un café, no va a salvar la empresa en una noche —dijo, recuperando su habitual seriedad.
Se dio vuelta y se alejó, dejando a Gonzalo con esa sensación extraña, como si algo se hubiera movido dentro de él.
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Unos días después, la cafetería interna estaba casi vacía. Constanza esperaba su café mientras revisaba unas carpetas. Gonzalo entró por casualidad, terminando una llamada. La vio y dudó, pero permaneció en el lugar hasta colgar el teléfono.
—¿Tardaron mucho hoy o usted está desayunando a las cinco de la tarde? —comentó él, intentando romper la rigidez.
—Hay días que no tengo tiempo ni para respirar —respondió ella, sin mirarlo—. Pero no se preocupe, no estoy pidiendo aumento.
Él intentó ocultar la sonrisa que le nacía.
—¿Y a qué hora respira, entonces? —preguntó, más serio, casi sin querer.
Constanza lo miró de reojo y guardó silencio. Gonzalo, sin saber muy bien por qué, respiró hondo antes de hablar otra vez.
—Hoy vi a Abigail en recepción. Me saludó. Me dijo que estaba esperando a Diego. Sonrió. Me dejó… desarmado.
Era la primera vez que hablaba así, sin máscaras. Constanza lo escuchó, y por un instante su corazón se movió, consciente del efecto que la niña había tenido sobre él.
—Abi no sonríe con cualquiera —dijo, más blanda de lo habitual—. Tiene un radar especial… detecta las almas rotas.
Gonzalo bajó la mirada. Constanza se dio cuenta de lo que había dicho y se obligó a volver a su habitual ironía:
—Pero tranquilo, jefe, no lo estoy psicoanalizando. No está incluido en mi contrato —comentó, mientras se levantaba con su café y se alejaba, dejando a Gonzalo contemplándola, desconcertado y… fascinado.
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El sábado por la tarde, Gonzalo llegó al parque tras recibir un mensaje de David:
"Hoy hay picadito. ¿Te animás o ya estás viejo?"
Un grupo de adolescentes pateaba la pelota mientras David lo veía desde lejos.
—¡Vamos, Gonza! No te me acobardes ahora, que ya aposté que metías al menos un gol —gritó.
Gonzalo dejó su saco sobre un banco, se unió al juego, corrió, rió, se cayó y se levantó insultando amistosamente. Marcó un gol de rebote y se chocó con David. Sin querer, se abrazaron en la celebración, y Gonzalo sintió una naturalidad que hacía años no experimentaba.
Desde una esquina del parque, Constanza los observaba. Abigail estaba sentada en el pasto, comiendo pochoclos. La mujer también sonrió, pero enseguida desvió la mirada. La niña la miró preocupada:
—¿Estás triste, má? —preguntó bajito.
—No, mi amor. Solo estoy… confundida —respondió Constanza, acariciándole el cabello.
—A mí me gusta cuando se ríe. Parece más lindo —dijo Abigail, mirando a Gonzalo.
Constanza no contestó, consciente de la verdad que sus palabras escondían. Tragó en seco y se obligó a recomponerse.
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Más tarde, cerca del auto de Constanza, Gonzalo, aún con la toalla al hombro, se detuvo al verla sacar una manta del baúl. Abigail ya estaba dentro, comiendo caramelos.
—¿Viniste a espiarnos? —preguntó él, con una sonrisa apenas perceptible.
—Tranquilo, Messi. Solo vine por los pochoclos de Abi —respondió ella, sin mirarlo.
El sol de la tarde le iluminó la cara. Por un segundo, Gonzalo la vio diferente: cercana, humana, cálida.
—David juega bien. Tenés un hijo de primera —comentó, admirando la firmeza de la respuesta que ella le dio.
—Lo sé. Yo lo crié —contestó Constanza, con seguridad.
Una pausa los envolvió. Ella lo miró, evaluando su expresión.
—¿Y vos? ¿Sos siempre así con todos los chicos… o solo con los que no son tuyos? —preguntó, irónica pero curiosa.
Gonzalo parpadeó, sorprendido. —No lo sé… con Abigail me pasa algo raro.
Constanza tensó ligeramente la mandíbula, pero respiró profundo y lo advirtió con un consejo que parecía ligero, pero tenía todo el peso de la experiencia:
—Sí… ella tiene ese don. Pero cuidado: cuando se mete en el corazón, no sale más.
Gonzalo asintió con una sonrisa apenas perceptible.
—Lo voy a tener en cuenta.
—Hacelo. No juegues con ella. Ni con ninguno de los dos —repuso Constanza, seria, y se alejó caminando, dejando a Gonzalo en silencio, con la sensación de que algo invisible se había movido entre ellos, aunque ninguno quisiera admitirlo.
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Editado: 14.09.2025