Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

CONFUSION Y VERDADES

Capítulo: Confusión y Verdades

Entré al despacho de mi padre con la carpeta en la mano. Luis estaba sentado en su sillón de cuero, hojeando una foto antigua. Su expresión tenía algo de nostalgia, y por un instante me pareció que incluso él se había sorprendido a sí mismo con ese recuerdo.

—¿Interrumpo? —pregunté, con la voz más firme de lo que sentía.

—Nunca, hijo. Vení, sentate —respondió, sonriendo.

Me senté frente a él, dejando la carpeta sobre la mesa. No dije nada. Él tampoco. El silencio se volvió denso, cómodo a su manera. Luis sostuvo la foto con los dedos y me la mostró.

—Mirá. Acá están. Nicolás y Constanza. En nuestra casa, hace más de cinco años. Fue el primer cumpleaños que festejaron con nosotros.

Observé la imagen. Constanza joven, radiante, con un vestido simple. Abrazada a Nicolás, un hombre de mirada noble, seguro, confiable.

—Se conocieron en el secundario —dijo Luis—. Eran inseparables. De esas parejas que ya no existen. Se cuidaban, se hablaban con los ojos. Nicolás era un gran tipo. Siempre con una palabra justa. El tipo de persona que sabías que iba a estar cuando lo necesitaras.

Asentí, serio, sintiendo cómo cada palabra me dolía un poco más.

—Lo conocí por ella —continuó—. Constanza fue quien lo trajo a una de nuestras ferias textiles. Nos ganó a todos con su humildad.

—¿Y mamá? ¿Siempre fue tan… maternal con ella? —pregunté, sin poder evitar la curiosidad.

Luis sonrió y se rió solo por un instante.

—Te cuento algo. Al principio, tu madre pensaba que Constanza era mi amante.

—¿Qué? —dije, incrédulo.

—Sí —asintió—. Un día me vino con los tapones de punta. La había visto entrando a mi oficina, tarde, con una bolsa de medialunas. Pero Constanza no se defendió. Solo le dijo: “Si me permite, señora, yo no le estoy quitando al marido. Pero si quiere, le puedo ayudar a no perderlo”.

Me quedé entre incrédulo y fascinado.

—¿Y mamá?

—Se le caían las lágrimas. De vergüenza, de alivio… desde ese día, Constanza ayudó a reconstruir nuestra relación. Hablaban, compartían libros, hasta hacían terapia juntas tu mamá y Constanza. Sin ellos, tu madre y yo tal vez no estaríamos hoy juntos.

Luis me miró con intensidad. Su voz se suavizó:

—Por eso te digo que Constanza no es “una secretaria”. Es familia. Y no por obligación, sino por mérito propio.

Me removí en la silla. Mi orgullo golpeaba con algo que no quería sentir.

—¿Y vos la querés como a una hija? —pregunté, casi en un susurro.

—La quiero como a la hija que la vida me mandó sin avisar. Y si sos sabio, vas a darte cuenta de que tenerla cerca… no es una amenaza. Es un privilegio.

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De vuelta en mi loft, todo estaba ordenado como siempre. Mis emociones, en cambio, no. Sostuve un vaso de whisky mientras me apoyaba contra el ventanal. Las luces de Buenos Aires titilaban abajo, pero no las veía.

“No es solo una secretaria”, repetí en mi mente.

Caminé hasta el escritorio, saqué una vieja foto familiar: mi padre, mi madre, Julieta y yo, sonrientes. La observé unos segundos y la dejé boca abajo. Volví al sillón, me recosté y cerré los ojos.

Una hija que la vida les mandó sin avisar… un privilegio, no una amenaza.

Suspiré. Me pasé la mano por la nuca, intentando sacarme de la cabeza todo lo que no quería sentir.

—¿Y entonces por qué… por qué me jode tanto verla con ese tal Diego? ¿Por qué me queda la imagen clavada cuando se ríe con él? ¿Por qué… me desacomoda verla feliz si no es conmigo?

Abrí los ojos de golpe. Me levanté, furioso conmigo mismo.

—No. No. No es esto. Yo no estoy para esto. No vine acá a… a sentir. Yo vine a trabajar. A ser presidente. A ocupar mi lugar.

Caminé por el departamento como una fiera enjaulada.

—¿Y qué lugar ocupo en todo esto? ¿Qué carajo me pasa con esa mujer? —me repetía, mientras mis pasos retumbaban en el silencio.

Me hundí de nuevo en el sillón, con la cara entre las manos. Por primera vez, sin control. Por primera vez… vulnerable.

—No es mi tipo —susurré, pero la frase colgó en el aire como una mentira mal dicha.

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Al día siguiente, en la casa de los Silva, Julieta estaba en el jardín, tomando mate con su perra a los pies. Me vio salir a la galería con un café y me hizo un gesto para que me sentara.

—¿Viniste a que te haga compañía o a que te saque la verdad a tirabuzón? —preguntó, con esa ironía que siempre me ponía incómodo.

—¿Siempre tan sutil? —respondí, con una sonrisa que no llegaba a mis ojos.

—Desde que tengo uso de razón. ¿Querés que empiece a contarte todas las veces que me salvaste de quilombos y no me juzgaste?

La miré, sintiendo ternura. Ella me conocía. Sabía que estaba más tenso de lo habitual.

—Solo vine a tomar un café. No sabía que tenía que pagar con confesiones.

—Hace una semana que tenés cara de perro. Y no es por la empresa. Es por ella —dijo, sorbiendo mate.

Giré el rostro, incómodo.

—No pongas esa cara. Sabés que Constanza es como mi hermana. Y también sé que te saca de quicio.

—Me saca de quicio porque se cree la dueña del lugar —admití.

—¿Y no será que te saca de quicio porque no le sos indiferente?

La miré, tardando en responder.
—No empieces con tus novelas. Constanza no es mi tipo. Punto.

—Claro. Porque tu tipo son las vacías con cintura de avispa y cerebro de mosquito. ¿Y cómo te fue con esas, Gonza?

Fruncí el ceño. Ella me conocía demasiado.

—No te metas —dije, serio.

—Yo no me meto, solo te miro. Y lo que veo no es enojo. Es miedo. Vos no querés sentir nada por nadie. Y eso se nota. Pero Constanza no es como las otras. Ni se te ocurra usarla para llenar tus vacíos.

Callé. Solo miré el jardín, sintiendo un silencio denso entre nosotros.

—Ella te podría hacer bien. Y vos también a ella. Pero si no vas a ser sincero… mejor dejala en paz —susurró Julieta.




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