El cielo teñido de naranja bañaba el jardín con una luz cálida, casi dolorosamente hermosa. Me senté sobre la manta extendida, con Abigail a un lado y David al otro, mientras revisábamos la caja con fotos viejas y dibujos arrugados. Cada recuerdo era un latido que me recordaba lo que había perdido, pero también lo que había logrado sostener.
—¿Y este quién es? —pregunté, señalando un dibujo infantil.
—Es papá… con una capa. Era nuestro superhéroe, ¿te acordás? —susurró Abigail.
Mi garganta se apretó. Una mezcla de nostalgia y ternura me inundó. Sonreí, intentando contener las lágrimas. Asentí lentamente, dejándome sentir el vacío y la calidez al mismo tiempo.
—Sí, mi amor… tu papá volaba sin capa. Siempre lo hizo.
David hojeaba una foto en blanco y negro. Sonrió, torpemente divertido, y murmuró:
—Y era malísimo con la pelota… pero no se perdía un solo partido mío.
Mi voz se quebró un instante, pero lo disimulé. Me incliné, acariciando su cabello con orgullo y amor silencioso.
—Él estaría tan orgulloso de vos… de los dos —dije, abrazando también a Abigail.
Ellos se acurrucaron contra mí. Mi corazón se llenó de esa mezcla de satisfacción y pena que solo los padres conocen. Abigail me preguntó, bajito, con esa inocencia que rompe barreras:
—¿Vos te vas a volver a enamorar, mami?
Me quedé inmóvil. La pregunta atravesó un lugar que no me animaba a tocar. Suspiré, con honestidad:
—No lo sé, Abi. Pero si algún día llega alguien que los quiera tanto como yo… entonces quizás sí.
David arqueó una ceja, buscando aliviar el peso de la conversación.
—Va a tener que pasar muchas pruebas, eh —bromeó.
Reí, dejando que algunas lágrimas se deslizaran sin pedir permiso.
—Entonces pobre el que se anime…
Nos abrazamos los tres, sin palabras, sin promesas. Solo un lazo que no necesitaba explicación.
Desde la ventana de la casa, lo vi. Gonzalo. Sosteniendo una taza de café, con los ojos fijos en nosotros. Su presencia era silenciosa, casi intrusiva, y sin embargo no podía apartarla. No sonreía, pero había algo en su mirada… un brillo húmedo, contenido. Una emoción que no podía o no quería admitir.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Su presencia me incomodaba y me movía al mismo tiempo. No debía sentir nada. No podía permitírmelo.
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Al día siguiente, caminaba por el pasillo de la empresa con la carpeta pegada al pecho. Intenté mantener la concentración, mantenerme firme, profesional. Pero al doblar la esquina, lo vi.
Gonzalo. Su andar seguro, su traje impecable, pero su mirada… distraída. Como si pensara en otro lugar, en otra vida. Mi pecho dio un vuelco involuntario.
Nos cruzamos. Me detuve. Lo vi detenerse también. Ese instante duró demasiado. No se escuchaba nada más, ningún sonido, ningún eco. Solo nosotros, suspendidos en un segundo demasiado largo.
—Buenos días —dijo él, con voz seca. Formal.
—Licenciado Silva —respondí, fría, extendiéndole la carpeta—. Aquí tiene los reportes del área de producción. Su padre pidió que los revise usted.
Cuando tomó la carpeta, nuestras manos se rozaron. Solo un segundo. Pero mi corazón lo sintió más tiempo. Retiré la mano, erguí la barbilla. Nada podía mostrar, nada podía ceder.
—Ayer… los vi. En el jardín —dijo de pronto.
Parpadeé, sorprendida. Un destello de incomodidad cruzó mi rostro, pero lo controlé.
—No sabía que alguien espiaba desde la ventana —respondí, sin mirarlo demasiado.
—No estaba espiando —replicó, honesto.
Otro silencio. Intenté cubrirlo con ironía:
—¿Le pareció demasiado mundano para sus estándares? ¿Demasiado sentimental?
Su dureza se quebró un instante.
—No —dijo, bajando la guardia—. Me pareció… real.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Controlé el impulso de mostrar cualquier emoción. Alcé la barbilla, firme, orgullosa, digna.
—Entonces será mejor que mantenga la distancia —dije, con frialdad—. Lo real suele incomodar a los que están anestesiados.
Me giré y caminé. Paso firme, respirando hondo, dejando atrás la tentación de mirarlo otra vez. Su presencia se quedó pegada a mi pecho, un dolor silencioso que no podía negar.
—No tenés idea… —susurró, apenas audible.
Y no, no la tenía.
Pero yo… yo empezaba a sospechar que él sí empezaba a entender algo que hasta entonces me había cuidado de mostrar: que había un lugar donde yo era más que la mujer firme, la secretaria, la barrera.
Editado: 14.09.2025