Salí de la sala de reuniones aflojándome el nudo de la corbata. La tarde había sido larga, sofocante, y la conversación con los ejecutivos me había dejado más pesado que cansado. Mis pasos se dirigieron a la recepción sin pensar demasiado, buscando un respiro que no parecía existir.
Y entonces la vi.
Rocío. Sentada, perfecta, como siempre. Su cabello rubio dorado caía con estudiada elegancia, y su mirada… esa mirada que conocía demasiado bien, fija en mí, segura, como si aún tuviera derecho a pertenecer a mi mundo.
El mundo se detuvo un segundo.
—¿Qué hacés vos acá? —salí con voz helada, más por instinto que por control.
Ella se levantó, con esa sonrisa que todavía me revolvía las entrañas y me traía recuerdos que preferiría enterrar.
—Hola, Gonza —dijo suavemente—. No me eches todavía. Necesito hablar con vos.
Quise decirle que no era el momento, que no quería verla, que no podía volver a abrir esa herida. Pero algo en su tono me congeló. Apreté la mandíbula y la guié hacia una oficina vacía.
La puerta se cerró detrás de nosotros con un clic. Rocío se apoyó sobre el escritorio, como si todo el espacio le perteneciera, como si pudiera reconstruir lo que rompió solo con palabras.
—Me enteré lo de tu papá —comenzó, baja, suave—. Lo siento mucho… y también supe que volviste. No pude evitarlo, necesitaba verte.
Intenté mantener la frialdad. No iba a ceder.
—No tenías por qué venir —respondí, firme, intentando poner distancia entre nosotros y entre mi pasado y mi presente.
—Claro que sí —insistió—. Me equivoqué, Gonzalo. Solo fui una estúpida. Lo que tuvimos era real… y no dejé de pensar en vos ni un solo día.
Mi pecho se tensó. Cada palabra de ella era una daga recordándome por qué ya no creía en el amor, por qué cerré todo lo que alguna vez sentí.
—Te extraño —susurró—. Extraño “nosotros”. Quiero una segunda oportunidad.
Y entonces escuché el leve chirrido de la puerta.
Constanza.
Entró con esa seguridad silenciosa que siempre la distinguió. Con la carpeta pegada al pecho como si fuera un escudo, y esos ojos que parecían capaces de atravesar cualquier fachada. Mi corazón dio un vuelco que no esperaba, y por un instante, sentí que todo el aire de la oficina desaparecía.
—¿Interrumpo algo? —preguntó Rocío, con esa sonrisa cínica que me hizo sentir culpable antes de saber siquiera por qué.
Pero Constanza no respondió de inmediato. Su voz profesional, medida, fría.
—Vine a entregar esto, Licenciado Silva. Pero veo que está ocupado.
Di un paso hacia ella, sin saber exactamente qué decir.
—Constanza, esperá…
Ella no me miró. Depositó la carpeta sobre el escritorio con precisión quirúrgica. Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en su rostro, dirigida a Rocío, como quien lanza un desafío silencioso.
—Bienvenida a Silva&CIA —dijo—. La nostalgia a veces es tan fuerte… que nos hace olvidar el daño.
Y se fue. Sin mirar atrás.
Me quedé sentado, paralizado, sin palabras. Mis ojos seguían la puerta por donde desapareció, y por primera vez en mucho tiempo, no pude fingir indiferencia.
Rocío se inclinó hacia mí, melosa:
—¿Siempre es así de encantadora?
Me recliné en la silla, incómodo. Constanza… esa mujer que no debía significar nada para mí, había puesto todo patas arriba sin mover un dedo más que con su presencia.
—Constanza es directa. Y profesional. Nada más —logré decir, intentando convencerme a mí mismo más que a ella.
—¿Estás seguro de que es solo eso? —susurró Rocío, bajando la voz.
La observé. Sabía que jugaba con los silencios y las palabras, como siempre lo hizo. Pero esta vez algo había cambiado. Su cercanía, su familiaridad, ya no tenía el mismo efecto. Y sin embargo… algo dentro de mí no podía ignorarlo.
Más tarde, en la cafetería, la vi de nuevo. Movimientos mecánicos, ojos brillantes con tensión contenida, café en mano. No me había dado cuenta de cuánto había extrañado verla en acción, en control, impenetrable.
Diego apareció a su lado, pero yo solo podía fijarme en ella.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Perfectamente —respondió, sin mirarlo.
Y por un instante, la vi vulnerables. Pequeña grieta en su armadura. Su miedo era tan evidente que casi podía tocarlo.
—Me da miedo —susurró, casi para sí misma.
Algo en mi pecho se contrajo. Esa confesión era más que un simple temor; era la demostración de que incluso alguien como Constanza podía ser frágil. Y yo… no podía dejar de sentirme perturbado.
No quería sentir nada. No podía. No debía. Pero a mi pesar, lo hacía.
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Editado: 14.09.2025