Silva&CIA – Área de Dirección – Dos días después
Caminaba por el pasillo de piso alfombrado con paso firme, la carpeta contra el pecho como un escudo. Cada paso medido, cada respiración controlada. Al doblar hacia la sala de reuniones, me detuve en seco.
A través del vidrio polarizado —no lo suficiente para borrar la imagen— lo vi. Rocío, otra vez. Apoyada sobre la mesa, riendo con esa seguridad que siempre parecía calculada, acomodando con naturalidad el cuello de su camisa. Y él, Gonzalo, ahí, parado, rígido, incómodo. No se movía, pero su expresión lo traicionaba: apretaba la mandíbula, tensaba la espalda, contenía algo que yo no necesitaba adivinar para entender.
Entrecerré los ojos. Una línea tensa se dibujó en mis labios. Golpeé la puerta con los nudillos, midiendo cada palabra antes de hablar.
—Licenciado Silva —dije, con voz seca y profesional—. Estos son los informes de recursos humanos que pidió. Diego dijo que se los entregara personalmente.
Rocío intervino de inmediato, esa risa medida que tanto conocía:
—¡Con razón todo funciona tan bien! Tenés un ejército de mujeres leales a tu alrededor, Gonza.
No la miré. Mi atención estaba fija en él. Dejé la carpeta sobre la mesa con precisión.
—Algunas cosas funcionan bien cuando se eliminan los errores del pasado —dije, apenas sonriendo, como quien lanza una daga envuelta en terciopelo.
Lo vi reaccionar. Lo vi. Pero ya no me pertenecía su mirada. Me di la vuelta, dejando tras de mí un perfume tenue y la tensión flotando en el aire. No necesitaba respuestas.
Rocío me siguió con la mirada, divertida:
—¿Siempre es así de encantadora?
No respondí. Su presencia me molestaba, y aún así no podía negarlo: él no parecía tan indiferente como quería creer.
---
Cafetería de la empresa – Unas horas más tarde
Servía dos vasos de café para llevar, movimientos mecánicos, tensos. Intenté que mis ojos no delataran nada, pero había algo dentro que no podía ocultar.
Diego apareció a mi lado, apoyado contra el mostrador.
—¿Estás bien? —preguntó con tranquilidad.
—Perfectamente —respondí, sin mirarlo.
—Tu cara dice otra cosa.
Suspiré, removiendo el café con una cucharita innecesaria.
—¿Sabés qué me molesta? —dije finalmente, sin levantar la vista—. Que justo ahora, justo cuando pensaba que podía respirar tranquila, vuelve esa rubia de laboratorio.
Diego sonrió con ironía.
—¿Y no era que Gonzalo no te importaba?
—No me importa —dije, automática, defensiva—. Me molesta la hipocresía, eso es todo. Él me trata como si yo fuera una amenaza, y después deja que esa… serpiente se le cuelgue del cuello como si nada.
Diego me miró en silencio unos segundos, y luego habló con la voz más simple del mundo:
—Connie… te estás engañando.
Cerré los ojos un instante, bajando la mirada al café que temblaba apenas entre mis dedos.
—Me da miedo —susurré—. Todo esto me da miedo.
Y fue verdad. Más que miedo, era la sensación de arriesgar de nuevo algo que no quería perder. La esperanza. Él.
---
Domingo – Casa de los Silva
El aroma del asado se mezclaba con el de las empanadas recién horneadas. La mesa larga estaba llena de colores y sabores; los niños corrían de un lado a otro, y el murmullo de conversaciones cruzadas llenaba el comedor. Pero algo había cambiado.
Rocío estaba allí, impecable, como si su sola presencia pudiera retar el aire. Su sonrisa era amplia, sus ojos medían cada gesto, cada silencio. Intenté concentrarme en cortar mi empanada con precisión, como si la rutina pudiera protegerme del caos que me provocaba.
—Sí —dije al fin, cuando Rocío habló de segunda oportunidad—, pero hay errores que vuelven solo para ensuciar lo que otros están reconstruyendo.
Luis bajó la copa, mirándome con ternura. Gonzalo frunció el ceño, inquieto. Abi apretó mi mano con delicadeza.
Más tarde, en el patio, con la tarde cayendo y el aire fresco entrando entre las plantas, me alejé un poco, sosteniendo una copa de vino. Las luces cálidas del interior se reflejaban en el vidrio, pero yo no las veía. Mi mirada estaba perdida, anclada en pensamientos que no podía verbalizar.
Julieta se acercó, silenciosa, y me rodeó con un brazo.
—¿Cómo lo aguantás? —susurró.
—No lo sé —respondí tras unos segundos—. Me acostumbré a perder. Pero esta vez… duele más de lo que quiero admitir.
—No la quiere, Connie. Se le nota cuando te mira. No puede ni sostenerle la mirada a Rocío cuando vos estás cerca.
Sonreí, triste, resignada.
—Igual… no me va a elegir. Se juró no amar a nadie. Y yo no tengo ganas de mendigarle a nadie que me vea.
El silencio volvió, esta vez cargado de comprensión. La copa de vino temblaba apenas en mi mano. Y en mis ojos brillaba esa mezcla de dolor callado y amor imposible que solo conocen quienes se enamoran de alguien con miedo.
---
Editado: 14.09.2025