El ascensor se abrió con un leve zumbido, y salí con el gesto endurecido, la mandíbula tensa y los hombros cargados de una presión que no lograba sacudirme. Dormía mal. Pensaba demasiado. Cada paso hacia mi despacho era un recordatorio de todo lo que tenía que controlar, y también de todo lo que no podía.
Al doblar el pasillo, la vi. Constanza. En su escritorio, con la espalda recta, los dedos tecleando con precisión. Impasible. Firme. Todo en ella emanaba control y profesionalismo. No levantó la vista. No me saludó. No hubo roce de miradas. Nada. Y aun así, algo en mi pecho se tensó.
Justo cuando iba a entrar a mi oficina, escuché la voz de Rocío desde la sala de reuniones:
—¿Dónde te pongo las propuestas de campaña para la nueva línea de invierno? —su tono melodioso y medido me hizo frenar en seco—. Ah, y el café para Luis está en camino. Sin azúcar, con una pizca de canela, como le gusta.
Mi respiración se hizo más pesada. Giré hacia la sala, y allí estaba ella: perfecta, ensayadamente segura, con una carpeta que decía su nombre como un puñal recordándome todo lo que me había hecho sentir.
Diego apareció a mi lado, cruzado de brazos, y me susurró algo que no necesitaba escuchar:
—¿Vos sabías esto?
—No. Ni idea —respondí, con los ojos fijos en Rocío—. ¿Quién la aprobó?
—Luis. Dijo que era una prueba piloto. Se vendió como la que va a reposicionar la imagen de la empresa. Tu viejo la escuchó.
Sentí cómo se me tensaban los músculos de la espalda. No quería admitirlo, pero algo dentro mío se agitaba, recordándome viejas heridas que todavía dolían.
Entonces, Constanza se levantó. Caminó junto a Rocío y le devolvió una sonrisa tan educada como filosa. Mis ojos la siguieron mientras hablaba, mientras decía cosas que yo apenas podía procesar:
—Claro. Si me mandás la solicitud por correo, en breve lo tendrás… Aunque trabajás por afuera, ¿no? Qué prolija que sos queriendo meterte en lo interno.
No respondió nada, siguió su camino, y mi pecho se contrajo sin poder evitarlo.
Despacho – Minutos después
La ciudad se extendía más allá de la ventana como un mapa interminable, y yo apenas la veía. Golpeé el escritorio con la palma abierta, un ruido seco que resonó en el silencio.
—¿Qué estás buscando, Rocío? —murmuré para mí mismo, la voz apenas un hilo—. ¿Por qué volvés ahora?
Y como si el universo quisiera torturarme, la puerta se abrió. Constanza apareció con los informes en la mano, caminando firme, sin mirarme siquiera. Los dejó sobre el escritorio.
—Estos son los informes que me pediste. —Su voz era tranquila, distante, impecable—. Si vas a tomar decisiones como incluir a consultores externos, sería conveniente que lo comuniques al equipo. Al menos por respeto a los procesos internos.
Se dio media vuelta. Se fue. Y yo me quedé sentado, tragando palabras que no encontraban salida. Quise detenerla. Quise decirle algo. Pero el orgullo me cerró la garganta.
Frustración. Impotencia. Y algo más profundo, más peligroso, más inconfesable. Un calor extraño que no podía controlar, que me recorría como fiebre.
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Casa de los Silva – Domingo siguiente
La mesa estaba llena de colores, sabores y risas, pero yo apenas notaba algo. Rocío estaba allí, impecable, calculadamente sonriente, acercándose a todos como si quisiera borrar años de distancia con un solo gesto.
—Para vos, mi amor —dijo a Abigail, con dulzura ensayada, entregándole un bombón y una muñeca artesanal.
Mi mirada buscó a Constanza, y allí estaba, atenta, sirviendo jugo, controlando cada movimiento de sus hijos, pero sin perder detalle de lo que pasaba a su alrededor. La veía. La sentía. Y cada vez que Rocío hablaba, su presencia parecía clavarse más hondo en mi pecho.
Cuando Rocío habló de Madrid, de mis sueños, mi mandíbula se tensó. Quise responder. Quise defenderme, pero no podía. Mi mirada se cruzó con la de Constanza por un instante, y el mundo pareció detenerse.
Lo había oído todo. Lo había visto todo. Y no había manera de ocultarlo: algo en mí se movía, algo que no quería admitir, algo que empezaba a cuestionar todo lo que había decidido.
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Editado: 14.09.2025