Parte 1
Constanza..
La casa dormía. Solo se oía, a lo lejos, el murmullo apagado del televisor en el cuarto de los chicos. Todo lo demás era silencio. Silencio de noche larga, de pensamientos pesados.
Yo estaba sentada al borde de la cama, con una copa de vino entre las manos —casi intacta— y una caja abierta a mis pies, desbordada de carpetas, hojas, documentos con membretes demasiado conocidos.
Sobre las sábanas, frías, reposaban papeles de la empresa. Cifras. Contratos. Apellidos. Y, en una hoja resaltada en negrita:
Accionista mayoritario – 51 % – Anónimo.
Al lado, un post-it con mi letra firme:
“No puede seguir así para siempre…”
Respiré hondo. El espejo del placard me devolvió la imagen de una mujer con los hombros tensos y los ojos cansados. Una mujer que sabía sostener el mundo sobre su espalda… pero que, por dentro, empezaba a quebrarse.
—¿Cuánto más voy a fingir que solo soy la secretaria? —murmuré.
Me levanté y fui hasta la cómoda. Abrí el cajón y saqué una foto: Nicolás, yo, los chicos. Sonrisas, abrazos, sol. La acaricié con los dedos, como si pudiera volver a tocarlo.
—Nico… vos sabías que este momento iba a llegar. Que no iba a poder esconderlo toda la vida. Luis e Idalia me cuidaron, me protegieron… pero esto ya va más allá de una promesa.
Me apreté el pecho. El vino quedó olvidado sobre la mesa de luz.
—Y ahora él está acá… Gonzalo. Tan frío, tan roto. Con esa forma de mirar como si nadie más doliera… ¿y cuando se entere?
Guardé silencio. Me ardieron los ojos.
—Cuando se entere que la mujer a la que casi desprecia… es la dueña del lugar que juró proteger… —la voz se me apagó.
La lágrima me recorrió la cara sin que intentara frenarla. No era debilidad. Era el precio de tantos años callada.
—Lo va a odiar. Lo va a odiar todo.
✨✨
🌫️ Flashback: El día que el mundo se detuvo
Llovía. Una lluvia fina, constante, que se sentía como peso en los hombros. Preparaba la merienda en la cocina; los chicos reían en el fondo. El olor del pan tostado llenaba la casa.
El teléfono sonó.
Atendí sin pensar, secándome las manos en el repasador. Una voz desconocida, temblorosa:
—¿La señora González? Su esposo tuvo un accidente. Necesitamos que venga al Hospital General.
El tiempo se detuvo. Se me heló la sangre. La taza cayó de mi mano y se rompió en el piso. En ese instante, Ezequiel entró por la puerta. Me vio blanca, con el teléfono en la mano y los ojos perdidos. No hizo preguntas.
—Vamos —dijo, firme, tomándome del brazo.
El viaje fue un silencio lleno de plegarias. Yo abrazaba mi cartera como si pudiera salvarme. Solo quería llegar.
En la recepción, pregunté sin aire:
—¿Dónde está Nicolás Loto?
—Espere, ya sale el médico.
Los minutos fueron eternos. Hasta que una puerta se abrió y un médico apareció. Tenía el rostro exhausto.
—¿Familiares de Nicolás Loto?
—Yo… soy su esposa —susurré.
El médico bajó la mirada.
—Lo lamento, señora. Su esposo no resistió. Falleció hace unos minutos.
El grito no salió. Se me rompió por dentro. Me desplomé, sostenida por Ezequiel.
—¡No! ¡No! —logré decir, entre sollozos—. ¡Él avisó que los frenos fallaban! ¡Se los dijo a la empresa! ¡No hicieron nada!
El médico me miró con pesar.
Después lo confirmaron los informes: Nicolás había denunciado las fallas de los frenos. Lo ignoraron. Murió trabajando, como siempre. Con miedo. Con amor.
Ese día supe que mi vida no volvería a ser la misma.
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El peso del papel
El comedor estaba en silencio. Tenía el cabello recogido al descuido, una taza de té frío a un lado y, frente a mí, un sobre marrón con sello judicial.
Me temblaban las manos.
Lo abrí con torpeza y saqué los papeles.
“Carátula: Loto Nicolás c/ G&M Servicios Integrales S.A. s/ Daños y Perjuicios – Homicidio culposo.”
Tragué saliva. Leí cada línea. El resumen de los hechos. Los testimonios. Los informes técnicos que confirmaban todo.
—“Advertido por el operario Nicolás Loto el 5 de agosto. Informe técnico sin seguimiento. Fallas en el sistema de frenos no corregidas. Accidente fatal el 11 de agosto de 2023.”
El nudo en mi garganta era insoportable. Recordé su voz, días antes, bromeando nervioso con esa risa suya:
—“Yo la manejo igual, negra, pero un día de estos va a pasar algo. Y si me pasa algo, vos les hacés juicio. No dejes que se hagan los boludos, ¿eh?”
No había sido accidente. Había sido negligencia. Abandono.
Me cubrí la cara con la mano y lloré. Pero no de tristeza. Esta vez lloraba por justicia.
Levanté la cabeza. Miré la foto en la pared: Nicolás con los chicos, felices en la playa.
—Te juro por nuestros hijos, Nico, que no van a salir impunes de esto.
Afuera caía la noche. Pero dentro de mí algo despertaba: la fuerza de una mujer que amó, que perdió, pero que no se rinde. Por él. Por nuestros hijos. Por la verdad.
Editado: 14.09.2025