Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

La verdad que se oculta en los silencios

IDALIA

Mi oficina siempre fue mi refugio. Había aprendido que, en medio de los conflictos, un espacio cálido podía sostener más que mil palabras. Esa tarde, el perfume de lavanda y la luz dorada de la lámpara parecían querer protegerme a mí también.

Cuando Constanza entró sin anunciarse, lo supe al instante: algo pesaba en su pecho. No necesitaba verla mucho para darme cuenta. La manera en que cerró la puerta, como si buscara aislarse del mundo, la delató. En sus manos traía una carpeta color visón, y aunque apenas temblaba, yo entendí que allí adentro no solo había datos… había historia, heridas, decisiones que quemaban.

—Viniste sin que Gonzalo te vea, ¿no? —pregunté con suavidad, porque sabía que no soportaba rodeos.

Su suspiro llenó la habitación. Se dejó caer en el sillón frente a mí y desvió la mirada hacia la ventana. El sol de la tarde pintaba el piso de tonos cobrizos, y en su perfil cansado vi una mezcla de fortaleza y miedo.

Preparé un te, porque hay cosas que se dicen mejor con las manos ocupadas. Se lo acerqué y le sonreí como a una hija que necesita descansar un instante de tanto sostener.

—No podés esconderlo para siempre, mi amor.

Apoyó la carpeta en el escritorio. El título me gritaba en silencio: Actas de Participación Accionaria – Silva&CIA Textiles.
La miré. Ella, con la voz baja, me corrigió:

—Yo no escondo nada. Solo… no lo dije. Es distinto.

La escuché. Siempre tenía esa necesidad de justificar lo que en el fondo era un acto de nobleza.

—¿Y por qué? —quise saber, aunque la respuesta ya la intuía.

Y ahí salió: no quería ser vista como la viuda que sacó ventaja. Quería que todo lo que había logrado siguiera oliendo a sacrificio, no a herencia de dolor.

—Ganaste el juicio, Constanza. Te lo merecías. Luchaste sola. Eso no te hace menos digna —le dije, con el corazón en la garganta.

Ella tragó saliva, y lo que más temía salió a la superficie: el día que Gonzalo lo supiera. Sus ojos se llenaron de un miedo que yo reconocí: no al reproche, sino a esa mirada suya que lastimaba más que cualquier palabra.

—¿Y si no? —me atreví—. ¿Y si eso es lo que él necesita para dejar de ver solo lo que quiere ver?

La vi titubear. Vi también el amor y el cansancio mezclados en sus ojos. Habló de Luis, de mí, de cómo habíamos guardado su secreto. Y luego mencionó a Diego, con un temblor en la voz. Sabía que él lo había descubierto. No lo había dicho, pero yo lo sabía también: ese hombre siempre buscó protegerla, y a veces, la protección duele.

Le tomé la mano. No quise apurarla.

—Va a ser lo que tenga que ser —le susurré.

Ella se enderezó, pero no soltó mi mano enseguida. Después, asintió con amargura, como quien ya ve venir el choque. Antes de salir, me advirtió que no culpara a Diego si hablaba.

Cuando la puerta se cerró tras ella, me quedé sola. La luz del atardecer se apagaba y el silencio me abrazaba con la certeza de algo inevitable: la verdad siempre encuentra su momento. Y cuando llegara… Gonzalo iba a tener que aprender que no todo lo que duele es traición.




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