Narrado por Gonzalo
La sala de reuniones estaba sumida en un silencio espeso. Los balances frente a mí parecían multiplicarse en números que no lograba descifrar, no porque no supiera leerlos, sino porque mi cabeza estaba en cualquier lado menos en la empresa. Llevaba horas sentado, con la misma hoja adelante, apretando la mandíbula como si eso me ayudara a mantener el control.
El reloj marcaba el paso de los minutos con un ritmo cruel. Mis dedos tamborileaban contra la mesa. Afuera, la ciudad brillaba bajo la noche, indiferente a mis dudas.
La puerta se abrió sin aviso. Diego entró, con el celular en la mano y ese aire despreocupado que siempre me irritaba un poco.
—¿Todavía acá? —comentó, como si no hubiera nada extraño en encontrarme hundido en balances a esa hora—. Ya no queda nadie.
No levanté la vista.
—Vos tampoco, pero siempre aparecés cuando menos lo espero.
Él sonrió, como si mis palabras fueran parte de un juego.
—Costumbre. Esta empresa es más mi casa que mi departamento.
Lo miré. En sus ojos había calma, pero yo… yo no podía dejar de sentir que sabía demasiado.
—¿Desde cuándo trabajás acá? —pregunté, tanteando terreno.
Diego entrecerró los ojos, sorprendido.
—Unos años antes de que vos te fueras a Europa. ¿Por?
—Por nada —dije, pero el tono me traicionó. Era un filo disfrazado de casualidad—. Es que parecés saberlo todo. A veces más que yo.
Él no se alteró. Se limitó a apoyarse en la mesa, relajado.
—Saber escuchar ayuda. A vos te vendría bien practicarlo.
Me incliné hacia adelante.
—¿Y qué escuchás últimamente?
El aire cambió. Lo vi en su expresión: entendía perfectamente la intención de mi pregunta.
—Lo que todos ven, aunque vos no quieras —respondió—. Que estás incómodo. Que no te bancás que alguien como Constanza no se te rinda.
La mención de su nombre me atravesó como un golpe seco. No dije nada al principio. Lo miré fijo, tratando de leer entre líneas.
—¿Vos sabés algo que yo no sé? —mi voz sonó grave, más de lo que pretendía.
Diego sostuvo mi mirada.
—Sé muchas cosas. Algunas que no son mías para contar.
—¿De ella? —pregunté, antes de poder contenerme.
Él asintió.
—De ella… de vos… de tu viejo. Esta empresa está hecha de verdades a medias. Y vos, Gonzalo… estás demasiado ocupado buscando traiciones para ver lo que en verdad importa.
Me levanté de golpe. La silla chirrió contra el piso. Caminé hasta el ventanal con las manos en los bolsillos. Necesitaba aire. Necesitaba salir de mi propia cabeza.
—No me afecta —mentí.
Detrás de mí, su voz fue firme, casi cortante:
—Qué suerte que te dediques a los negocios y no a actuar.
El silencio se instaló, pesado, cargado de todo lo que no me animaba a decir. Miré mi reflejo en el vidrio: no me reconocía. Parecía un hombre agrietado, frágil. Y odiaba esa imagen.
Diego se movió hacia la puerta. Antes de irse, me dejó una última frase:
—Si querés respuestas, dejá de mirar con prejuicios. Y empezá a mirar con el corazón. Aunque te dé miedo.
La puerta quedó entreabierta. Y yo, frente a la ciudad nocturna, entendí que el piso bajo mis pies ya no era tan firme como creía.
---
Lenguas afiladas
Narrado por Constanza
La cafetería estaba repleta de empleados que habían escapado del edificio por un rato. El murmullo de conversaciones ajenas se mezclaba con el aroma a café recién hecho. Yo esperaba en la fila, repasando unos mensajes en el celular, cuando una voz demasiado conocida me arrancó de golpe de mi concentración.
—Qué sorpresa verte, Constanza.
Levanté la vista. Y ahí estaba ella. Rocío. Perfecta, impecable, con ese traje entallado que parecía hecho para una vidriera y no para la vida real. Su sonrisa era de catálogo, pero sus ojos… sus ojos nunca sonreían.
Inspiré hondo, dispuesta a no dejarme arrastrar a su juego.
—Rocío —respondí, con un dejo de frialdad—. El gusto es tuyo, supongo.
Ella soltó una risita suave, falsa, como todo lo que representaba.
—Siempre con respuestas ingeniosas. Entiendo por qué Gonzalo está tan tenso desde que volvió. Sabés cómo hacerle hervir la sangre.
—No es mi especialidad —repliqué, sin perder el tono calmo—. Aunque parece que es algo que ustedes tienen en común.
La sonrisa de Rocío no se movió ni un milímetro. Esa mujer podía matar con sutilezas, y disfrutaba de cada palabra que elegía.
—Él me contó muchas cosas en nuestros años juntos —dijo, bajando apenas la voz, lo justo para que yo entendiera que cada sílaba estaba calculada—. Cosas muy personales. Y me sorprende que ahora confíe tanto en vos.
Tragué saliva, pero no la dejé verme tambalear. La miré directo, con el gesto más neutro que pude sostener.
—Por ejemplo —prosiguió, con el veneno escondido en cada pausa—, me confesó que jamás podría volver a confiar en una mujer con secretos. Que eso lo destruyó.
Un nudo se me formó en el pecho. Sabía exactamente a qué estaba apuntando.
—Curioso, ¿no? —añadió ella, ladeando la cabeza—. Porque vos tenés varios.
Sentí cómo me apretaba el aire alrededor. No iba a darle el gusto de reaccionar.
Ella se inclinó apenas hacia mí, con un gesto elegante, como si estuviéramos compartiendo un secreto inocente.
—No te preocupes… yo no soy de ventilar secretos. A menos que sea necesario.
Me guiñó un ojo, recogió su café con una sonrisa impecable y se alejó con pasos seguros, como si acabara de ganar una partida de ajedrez.
Me quedé quieta, con mi taza entre las manos y el corazón golpeando fuerte. Rocío no había venido por casualidad. Había venido a marcar territorio. A recordarme que estaba ahí, observando. Y que sabía más de lo que yo estaba dispuesta a admitir.
Editado: 14.09.2025