CONSTANZA –
La casa estaba envuelta en un silencio espeso, apenas interrumpido por el murmullo distante de la televisión encendida en la sala. Los chicos dormían. Solo quedaba yo en la cocina, sentada a la mesa con una copa de vino entre los dedos, el rostro bañado por la luz cálida y tenue del velador.
Frente a mí, una carpeta abierta contenía documentos legales que conocía de memoria: la sentencia del juicio que había ganado tras la muerte de Nicolás.
La observé en silencio. Suspiré.
—¿Hasta cuándo vas a ocultarlo, Constanza? —murmuré, apenas audible, como si hablara con una sombra.
Me recosté en el respaldo de la silla y cerré los ojos. La imagen de Nicolás me vino con la precisión dolorosa de un recuerdo intacto: su sonrisa amplia, los ojos llenos de vida, su voz llenando de risas un domingo familiar.
—Esto no era parte del plan… —dije en voz baja—. No lo hice para quedarme con nada. Solo quería justicia. Cuidar a los chicos. Salvarnos.
Volví a abrir los ojos y mi mirada se fue directo a la heladera, donde una foto envejecida mostraba una versión más joven de mí misma, abrazada a Nicolás, rodeados por los chicos en un cumpleaños de David. Nos veíamos felices. Nos veíamos… libres.
Tomé un sorbo de vino, despacio.
—Pero esto… esto ya no es solo mi secreto. Luis, Idalia… me protegieron. Y ahora, con Gonzalo revolviendo todo…
Una mueca amarga me cruzó el rostro. Pensé en él. En su forma de mirarme, con esa mezcla de desconfianza y necesidad. En la tensión latente que flotaba entre los dos como electricidad sin descarga.
—No sos lo que pensé… —susurré—. Y eso me asusta más.
Apoyé la copa sobre la mesa con cuidado. Pasé la yema de los dedos por los papeles legales, casi con ternura. Cerré los ojos por un segundo más.
—Tal vez ya sea hora…
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JULIETA – Oficina de RRHH, Día siguiente
Abrí la puerta de golpe. El aire de esa oficina era espeso, cargado de un silencio extraño. Constanza estaba junto al escritorio, hablando con Diego. Pero cuando me vio entrar, la sorpresa le cambió la expresión. Diego, en cambio, entendió al instante: se despidió con una sonrisa cómplice y nos dejó solas.
—Tenemos que hablar —dije, sin rodeos—. Y esta vez, no me vas a esquivar.
Constanza se volvió hacia mí con calma, aunque sus ojos tenían una sombra de agotamiento.
—¿Qué pasa ahora?
—No me tomes por tonta, Constanza. Sé lo que pasa. Sé lo que estás sintiendo… y también sé lo que estás escondiendo.
Ella bajó la mirada. El silencio se hizo pesado, lleno de cosas que ninguna de las dos se atrevía a poner en palabras.
—Gonzalo no es fácil —continué—. Ya lo sabés. Pero vos lo estás juzgando por su pasado… mientras también cargás secretos que te morís por soltar.
—Esto no es tan simple, Juli —me contestó con una voz frágil, distinta a la Constanza fuerte que todos ven—. No se trata solo de él y de mí.
—¿Ah no? ¿Y de qué se trata entonces? ¿De proteger tu identidad como accionista mayoritaria? ¿De no desilusionar a nadie? ¿O de no volver a amar por miedo?
Ella apretó los labios, y ese gesto pequeño bastó para mostrar la tensión que la atravesaba.
—Él no cree en el amor. No cree en las mujeres. No cree en nada que no sea su trabajo y su familia —susurró.
Di un paso hacia ella y bajé el tono, más suave:
—Y sin embargo, no deja de mirarte como si fueras la única excepción. ¿No lo ves? Está confundido porque por primera vez siente algo real. Y vos también.
El silencio volvió a instalarse, cargado de verdades que dolían. Me acerqué despacio y le tomé la mano con cuidado.
—Mirá… yo te quiero como a una hermana. Te admiro. Pero no te encierres más. Porque si no hablás vos… la vida va a hablar por vos. Y no siempre de la mejor manera.
Constanza tragó saliva. Sus ojos se desviaron hacia la ventana, a la ciudad que vibraba más allá del vidrio. Afuera, el cielo estaba despejado, pero adentro… yo sabía que seguía bajo tormenta.
—No sé si estoy lista… —dijo en un susurro.
La apreté con cariño y respondí con ternura:
—Lo vas a estar. Pero no esperes a que sea tarde.
Editado: 14.09.2025