Gonzalo
Caminaba por el pasillo como un hombre que no sabe a dónde ir. La carpeta apretada contra el pecho parecía el único ancla en un mundo que se desmoronaba a cada paso. La madrugada lo envolvía con su silencio, y cada eco de mis propios pasos retumbaba como un recordatorio de lo que ya no podía controlar.
La vi junto al ventanal. Las luces de la ciudad brillaban detrás de ella, indiferentes a todo lo que estaba ocurriendo en esa oficina. Constanza estaba increíblemente serena, casi liviana, como si soltar lo que llevaba dentro la hubiera hecho flotar. Pero apenas me oyó acercarme, su postura se tensó, distante.
Me detuve a un par de metros. Dudé. No sabía cómo empezar a reparar algo que ni siquiera entendía del todo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
No se giró. La veía allí, mirando afuera, buscando respuestas en un horizonte que yo no podía darle.
—Ya te lo dije —contestó, serena—. Porque no hubieras querido escucharlo.
El silencio se extendió como un muro entre nosotros. Di un paso más, sin rabia, sin acusaciones. Solo necesitaba comprender.
—¿Vas a seguir trabajando como si nada después de esto?
Por fin giró el rostro. Sus ojos, tan oscuros que podrían tragarte, tenían una determinación que me heló.
—No. —Pausa—. Esa es la otra verdad que te debo.
Fruncí el ceño, sin saber si quería escucharla o retroceder.
—¿Qué querés decir?
Se volvió completamente hacia mí. Erguida, elegante, firme. Cada palabra que siguió me atravesó como una daga.
—Mi contrato con la empresa tiene una cláusula muy clara. Acepté trabajar como secretaria solo mientras Luis estuviera activo. En el momento en que él se retire, mi rol en esta empresa se termina. Ese fue el acuerdo desde el principio.
Sentí un golpe seco en el pecho, como si el piso se abriera bajo mis pies.
—¿Te vas a ir?
—Sí —dijo, con calma, sin drama—. El lugar como secretaria será para otra persona. No vine a escalar. Vine a ayudar. A devolver lo que me dieron… y después, a soltar.
Desvié la mirada. Todo parecía derrumbarse: el edificio, la oficina, nuestra rutina. Ella no era solo parte del engranaje… era el corazón que lo mantenía todo latiendo.
—¿Y qué vas a hacer?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizás invertir. Quizás dedicarme más a mis hijos. Me he partido el alma todos estos años para sobrevivir, Gonza. Ahora… quiero vivir.
Sus palabras me arrasaban. Como viento que barre una casa abierta, llevándose todo.
—No me mires con lástima —agregó, bajando la voz pero manteniendo firmeza—. Esto fue mi elección. Lo fue siempre. Aun cuando vos creías que sabías quién era yo.
—No es lástima —susurré, sin poder ocultar lo que sentía.
La miré y, por primera vez en semanas, la vi de verdad. Vulnerable, dolorosa, fuerte… humana. Ya no era la secretaria, ni la mujer misteriosa que me confundía. Era Constanza, rota y perfecta a la vez.
Respiró profundo, bajó la mirada y se giró para irse.
—Cuando llegue el momento —dijo mientras se alejaba—, no esperes una despedida dramática. Me voy a ir como llegué: en silencio.
Y me dejó allí, solo, rodeado de sombras, con la certeza de que algo irreparable se me escapaba entre los dedos.
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SÓLO CON MIS SOMBRAS
El departamento estaba en silencio absoluto. El murmullo lejano de algún auto parecía un insulto a mi desolación. Sentado en el sillón, sin camisa, con la copa de whisky casi intacta, miraba la carpeta abierta sobre la mesa. Las hojas desparramadas reflejaban el caos de mi cabeza: fechas, documentos, recortes… trazos de una verdad demasiado humana para digerirla de golpe.
Me incliné hacia adelante, los codos sobre las rodillas, las manos apretadas, los ojos fijos en ningún punto. Mi reflejo en el vidrio me devolvía la imagen de un hombre grande, pero perdido.
—¿En qué momento pasó todo esto? —murmuré, esperando que las sombras me contestaran.
Los recuerdos me golpearon con fuerza: Constanza riendo con Abigail en un evento de la empresa… organizando carpetas bajo presión mientras todos a su alrededor entraban en pánico… clavándome la mirada fría cuando yo la lastimaba con palabras. La dignidad, la entereza, la templanza… y después, la mirada que me dio esa noche. La última.
—¿Y si se va? —susurré, sintiendo un vacío expandirse—. ¿Y si la pierdo?
Caminé de un lado al otro, como una fiera atrapada en una jaula invisible. Rocío apareció en mi mente, con su egoísmo disfrazado de cariño. Y luego Constanza… con su fuerza, con sus silencios que decían más que mil gritos.
Golpeé los papeles sobre la mesa, con culpa.
—Nunca fue solo una secretaria… —dije apenas audible—. Y yo… yo fui un ciego de mierda.
La copa tembló en mi mano. Por primera vez en años, el que se había blindado para no sufrir no podía dejar de sentir. Y eso me asustaba más que cualquier pérdida de poder.
Editado: 14.09.2025