Constanza..
A la mañana siguiente...
Llegué puntual, como todos los días, intentando que nada en el mundo me afectara. Llevaba puestos unos auriculares blancos que sobresalían entre mi melena cuidadosamente peinada. La camisa estaba perfectamente planchada, el labial rojo impecable, la postura erguida. Pero más allá de la elegancia, había algo más en mi andar esa mañana: una muralla invisible. Intocable. Letal.
Vi a Diego desde su escritorio, con la taza de café detenida a mitad de camino, como si temiera preguntar.
—¿Estás bien? —susurró.
—Perfecta —respondí sin mirarlo—. No tengo tiempo para distracciones.
Me senté frente a la pantalla, intentando que mis dedos fueran más precisos que mis pensamientos. Cada tecla era un intento de ordenar todo lo que me bullía por dentro. Sentí su presencia minutos después: Gonzalo pasó cerca, como buscando algún indicio de cercanía. Pero yo no levanté la vista. Él solo encontró el frío más absoluto. Por primera vez, la empresa que había heredado me pareció un lugar ajeno, distante, incluso hostil.
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Por la tarde, compartiendo un mate con Julieta en el living, traté de mantenerme firme mientras escuchaba el ruido de los chicos jugando en el patio. Pero Julieta fue directa, sin rodeos:
—¿Qué pasó con mi hermano?
Me sobresalté, casi molesta.
—No sé de qué hablás.
—No me mientas —insistió ella—. Lo vi. El beso. Vos salías del pasillo y Rocío estaba en su oficina. Sé cómo sos, Cony. Y sé cómo te duele eso.
Mis labios se apretaron. El mate quedó olvidado entre mis manos.
—Me dolió, Juli —admití por fin—. Pero no porque lo quiera. Sino porque… por un momento creí que él… él me veía.
Julieta me tomó la mano con ternura, y por un instante sentí que podía respirar un poco.
—Te ve, Constanza. Lo sé porque lo conozco. Y porque lo escuché decir tu nombre dormido.
La respiración se me entrecortó. No dije nada. Solo miré hacia el patio, tratando de encontrar en la risa de mis hijos un poco de aire que me sostuviera.
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Esa noche, Abi se acercó con uno de sus dibujos. Sus figuras siempre tenían algo escondido, un mensaje secreto que solo los que la conocían podían descifrar. Esta vez, había cinco figuras: ella, David, yo, el abuelo Luis… y Gonzalo.
—¿Ese es… Gonzalo? —pregunté suavemente, tratando de no delatar mi sorpresa.
Abi asintió sin palabras, y luego, con voz bajita pero firme, dijo:
—Sí. Porque él también me cuida, mami. Y vos sonreís cuando lo ves… aunque no querés.
No pude decir nada. Solo la abracé con fuerza, apretándola contra mi pecho. A veces, la verdad salía de bocas pequeñas con una claridad brutal, y no había manera de ignorarla.
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Julieta..
Entré sin anunciarme, como siempre lo hacía cuando algo me preocupaba de verdad. Lo vi ahí, sentado, con la mirada perdida en el escritorio, como si todo el mundo se le viniera encima. Sabía que estaba dolido, lo veía en cada gesto, en cada músculo de su cuerpo tenso.
—¿Se puede saber qué hacés? —pregunté, firme, sin suavizar las palabras.
Él no levantó la vista al principio. —No tengo ganas de hablar, Julieta —dijo, con esa mezcla de orgullo y frustración que lo caracterizaba.
—Pues yo sí —repliqué, acercándome un poco—. Estás perdiendo a la única mujer que realmente podría amarte como sos. Y todo por dejar que Rocío vuelva a meterse.
Gonzalo se levantó de golpe, los ojos inflamados, la furia mezclada con el dolor. —¡No la dejé! ¡No quiero nada con ella! ¡No sé por qué apareció!
Lo observé con la calma que necesitaba para que entendiera que estaba en un límite: no se trataba solo de él y Rocío, se trataba de lo que él estaba dispuesto a perder. No moví un músculo, lo miré fijamente, como si mi mirada fuera suficiente para atravesar sus muros.
—Entonces demostralo —dije, firme, sin parpadear—. Porque Constanza no va a esperar eternamente.
El silencio se instaló en la oficina, pesado, denso. Y supe que cada palabra había calado, que había removido algo que él no podía ignorar.
Continuará..