Constanza..
La puerta se cerró detrás de mí y sentí el alivio de estar en casa, aunque el bolso me pesara y el maquillaje apenas escondiera el cansancio de los ojos. Me saqué los tacos, suspirando, y antes de poder siquiera respirar hondo, ella vino corriendo.
Abigail se me colgó al cuello con una fuerza tan pura que casi me deja sin aire.
—Te extrañé, mami —susurró contra mi pecho.
Le acaricié el cabello, cerrando los ojos. Si alguien podía salvarme de todo lo que cargaba en ese momento, era ella.
Entonces lo vi. David, sentado en el sillón, los brazos cruzados, la mirada seria. No estaba enojado. Estaba decidido. Y eso me puso nerviosa.
—¿Pasó algo? —pregunté, intentando sonar firme.
—Sí. Tenemos que hablar —dijo, con una calma que no me dio opción.
Me senté frente a él, con Abi todavía abrazada a mi costado.
—No lo eches, má. No lo dejes ir. Gonzalo no es como pensás. Yo lo vi. Cómo te mira. Cómo me habla. Cómo cuida a Abi. No es papá, pero tampoco es como los demás.
Las palabras me atravesaron. Mi instinto quiso defenderse.
—David, no es tan fácil…
—Lo sé —me interrumpió, y vi en sus ojos a un hombrecito que estaba creciendo demasiado rápido—. Nada con vos nunca fue fácil. Pero también sé que vos lo querés, aunque no quieras admitirlo. Y que él no es un tipo cualquiera.
Me quedé sin aire. Tragué saliva, desviando la mirada, porque si lo miraba fijo iba a quebrarme.
Y entonces Abi, con su voz tan suave, me dijo al oído:
—Yo te entiendo, mami. Y a él también lo quiero.
No pude más. Me tapé la cara con las manos y lloré en silencio, como si me partieran el pecho.
David se levantó y me abrazó por el otro lado. Y así quedamos los tres, fundidos en un abrazo que ya no sabía de orgullo ni de miedo. Solo de amor.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no tenía que sostener el mundo sola.
---
Gonzalo...
La oficina estaba casi a oscuras, apenas una lámpara encendida en el pasillo. Tenía las mangas de la camisa arremangadas, el saco colgado en la silla, y los ojos perdidos en un punto invisible. Hasta que escuché pasos. La puerta se abrió con suavidad.
Era ella.
—¿Necesitás algo, Constanza? —pregunté sin moverme, porque ya sabía que era ella.
Se quedó en la puerta, envuelta en la luz del pasillo.
—Solo vine por unos informes. No sabía que seguías acá.
—Me quedé pensando —respondí—. En vos. En mí. En todo esto.
—No es necesario que me digas nada, Gonzalo. Ya todo está bastante claro.
Me giré y la miré. Sus ojos intentaban mantenerse fríos, pero yo ya no podía hacerme el ciego.
—No. No está claro. Me pasé toda la vida creyendo que no merecía sentir, que si cerraba el corazón nadie me iba a lastimar. Pero llegaste vos, con tus hijos, con tu forma de mirarme, y… no puedo seguir negándolo.
—No deberías decir esas cosas, Gonzalo.
—¿Por qué no? ¿Por qué tenés miedo? ¿O porque yo también lo tengo?
Nuestras miradas se encontraron, y lo dije. Lo más real que había dicho en años:
—Me enamoré de vos, Constanza.
No respondió. Apenas tembló. Pero me alcanzó para saber que mis palabras le habían llegado.
—No digas eso si no estás dispuesto a quedarte —susurró. Y se dio vuelta, dejándome con la confesión en el aire.
No la detuve. Porque el amor también sabe esperar.
🌄🌄🌄🌄🌄🌄🌄
La vi entrar como siempre: segura, calculadora, con ese perfume caro que alguna vez me gustó y que ahora me resultaba sofocante. Rocío cerró la puerta sin pedir permiso.
—¿Podemos hablar?
La miré desde mi escritorio, firme.
—No, Rocío. No tenemos nada más que hablar.
—¿De verdad vas a dejar que una empleaducha con hijos te enrede la cabeza? —escupió—. ¡Yo te conocí entero, Gonzalo! El que no confía. El que no ama. El que se protege con ese apellido.
Me levanté. No alcé la voz. No lo necesitaba.
—No te voy a permitir que hables así de ella. Ni de sus hijos. Nunca más.
Vi cómo se le borraba la seguridad de la cara.
—¿Vas a elegirla a ella? ¡Una mujer que ni siquiera está en tu nivel!
—Vos me manipulaste durante años. Me hiciste creer que el amor era control. Pero entendí lo que importa. Y no sos vos.
Apretó los puños, rabiosa.
—Esto no va a quedar así.
—Sí va a quedar así —le respondí, mirándola fijo—. No quiero que vuelvas a cruzarte en mi vida.
Se fue con un portazo.
Yo me quedé solo. Pero no vacío. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz. Había cerrado una puerta que llevaba demasiado abierta.
Y ahora, lo único que quería era abrir otra. Con ella.
---