Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

PATRICIA

El sol caía lento sobre los techos del barrio, bañando todo en un cobre cálido, como si la tarde misma quisiera darle permiso a este encuentro. Estacioné frente a la casa de Patricia y me quedé unos segundos dentro del auto, respirando hondo, tratando de calmar un nudo que no era miedo, sino reverencia. Porque acercarme a ella era acercarme a la memoria de Nicolás, y a la fuerza silenciosa que había cuidado de Constanza durante tantos años.

Golpeé la puerta suavemente.

—¡Gonzalo! —su voz me alcanzó como un abrazo antiguo—. Qué sorpresa… ¿Estás bien?

Asentí. La vi y, por un instante, quise retroceder y esconderme. No por cobardía, sino porque sentí que estaba cruzando un umbral sagrado.

—Hola, Patricia. ¿Puedo pasar? —mi voz sonó más débil de lo que pretendía—. Me gustaría hablar con vos un momento... si tenés tiempo.

Ella me sonrió con esa calidez que siempre parecía absorber todos los miedos y dudas del mundo.

—Siempre tengo tiempo para vos, hijo. Pasá.

La casa olía a recuerdos, a vida vivida con plenitud y con dolor. Fotos en cada esquina, flores secas en frascos de vidrio, la alfombra gastada donde tantos pasos habían dejado huella. Todo parecía susurrarme historias que yo no había vivido, pero que ya formaban parte de la esencia de Constanza.

Patricia volvió del fondo con dos mates humeantes y se sentó frente a mí, en el sillón que alguna vez había sido de Nicolás.

—¿Y? —preguntó, directo, levantando una ceja—. ¿Viniste por Constanza, no?

Asentí, sintiendo un peso en el pecho que no podía nombrar.

—Sí… Vine a pedirte permiso.

—¿Permiso? —repitió, divertida y sorprendida.

—Sé que nadie tiene que autorizar el amor… —tragué saliva—. Pero necesitaba hablar con vos antes de seguir adelante. Conocerla a Constanza en la empresa fue una cosa, pero ver quién es realmente, sentir lo que ha vivido y lo que perdió… necesitaba decírtelo. Necesitaba que supieras que la amo de verdad.

Silencio. Sus ojos me atravesaron con esa mezcla de ternura y nostalgia que solo quienes han amado tanto pueden tener.

—Nicolás no está, Gonzalo —dijo finalmente—. Pero quiero contarte algo que quizás Constanza nunca te haya dicho.

Me incliné, atento, con el corazón latiendo como un tambor en mi pecho.

—Nico y Constanza eran inseparables desde la secundaria. Él la amaba con una pasión que asustaba, pero también con sabiduría. Siempre decía que si algún día él faltaba, lo único que pedía era que alguien la quisiera como él… que la respetara, que la viera como él la veía cada día de su vida.

Sentí que me temblaban las manos. Las palabras me abrazaban y me exigían ser digno de ellas.

—Y vos… si sos el hombre que logró que ella vuelva a mirar a alguien con otros ojos… quiero creer que Nicolás te habría dado la bienvenida.

El silencio se llenó de algo que no se puede explicar: paz, alivio, un permiso silencioso que solo los que aman de verdad pueden otorgar.

—Gracias —susurré, con la voz quebrada—. Me honra escuchar eso.

Patricia no terminó ahí. Se levantó con cuidado, fue hasta una repisa y me tendió una foto: Nicolás y Constanza en la playa, el viento jugando con sus cabellos y la vida brillando en sus sonrisas.

—Nico fue un gran hombre —dijo—. Pero Constanza… ella es una fuerza de la naturaleza. Si la vas a querer, Gonzalo, hacelo bien. Porque ella no se entrega fácil, pero cuando lo hace, ama con todo.

Tomé la foto con ambas manos. Todo lo que había sentido hasta ese momento encontró sentido en ese instante: respeto, amor, temor y esperanza.

—Lo voy a hacer bien. Te lo prometo.

Ella sonrió, y en esa sonrisa había un permiso silencioso, una bendición viva y un aviso juguetón:

—Solo no le rompas el corazón… porque si no, esta viejita te va a ir a buscar con la escoba. ¿Estamos?

Reímos juntos, y el mate tuvo, por primera vez en mucho tiempo, sabor a verdad compartida, a memoria viva y a un futuro que empezaba a abrirse frente a mí.

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