Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Sueño...

El sueño de Constanza

La noche había caído sobre el barrio con un silencio casi reverente. La casa de Constanza se acurrucaba en la calma que solo llega cuando los hijos ya duermen. Los juguetes descansaban en su sitio, los platos brillaban limpios en la cocina, y la tele murmuraba con volumen bajo en la sala. Constanza, agotada, se había quedado dormida en el sillón, con una manta sobre las piernas y el corazón todavía agitado por todo lo vivido.

Y entonces lo sintió.

Primero fue una brisa, como si una ventana invisible se abriera. Después, una presencia cálida, familiar, que llenó el aire de calma y de ternura.

Cuando abrió los ojos —en el sueño—, estaba en un lugar blanco y etéreo. A su alrededor, el murmullo del mar. Allí, esperándola con la sonrisa intacta y los ojos que conocía de memoria, estaba Nicolás.

—Hola, mi amor —dijo él, con esa voz que le atravesaba el alma.

Constanza corrió hacia él, abrazándolo con una desesperación antigua, como si quisiera recuperar los años perdidos en un solo instante. Lloró sobre su pecho, lo tocó, lo miró, aferrándose a cada detalle que su memoria había conservado.

—Te amo —susurró entre lágrimas—. Te extraño todos los días, Nico. Hay momentos en que siento que no puedo más sin vos…

Nicolás acarició su cabello con ternura.

—Yo también te amo, Constanza. Siempre te voy a amar. Pero escuchame ahora.

Ella levantó la mirada, aún con lágrimas, con el corazón en vilo.

—No te aferres al dolor. No dejes que mi ausencia te impida vivir. Estás viva. Y merecés volver a amar.

—No puedo… —dijo ella, con miedo—. ¿Y si me equivoco? ¿Y si le abro el corazón a alguien que me lo rompe?

—Gonzalo no vino a romperte. Vino a sostenerte. Lo vi, ¿sabés? Lo vi mirarte con la misma devoción con la que yo te miraba. Lo vi cuidarte, respetarte, emocionarse con cada gesto tuyo. No viene a ocupar mi lugar, Constanza. Viene a sumarse al tuyo.

El cuerpo de Constanza tembló, pero por primera vez sintió su alma ligera.

—Pero es tan difícil… Me siento culpable a veces.

—No. No tenés que sentir culpa por vivir. Yo estoy en tus hijos, en esta casa, en cada recuerdo. Pero ahora te toca a vos seguir. Y ellos también merecen ver que el amor puede renacer, que la familia puede reconstruirse.

—¿Y vos… de verdad creés que él los puede querer?

—Ya los quiere. Solo tenés que mirar con el corazón abierto.

Constanza lo abrazó otra vez, largo, profundo, como si en ese abrazo le dejara parte del alma.

—Gracias por dejarme soñar con vos.

—No es un sueño, Constanza. Es un permiso. Es una bendición. Es mi manera de decirte que está bien… que podés volver a creer.

Y con un beso suave en la frente, Nicolás comenzó a desvanecerse entre la bruma luminosa. Constanza quiso retenerlo, pero él la miró con paz:

—Sé feliz. Por vos. Por mí. Por ellos.

El silencio y el calor llenaron el espacio donde él había estado. Constanza despertó.

Estaba aún en el sillón, con el rostro húmedo por las lágrimas. Miró alrededor: el dibujo de Abi en la heladera, el portarretrato con los chicos, la taza de té olvidada. Y una certeza nueva se instaló en su pecho:

El amor no se reemplaza. El amor se transforma.

Por primera vez en mucho tiempo, se permitió una sonrisa en la madrugada. Una sonrisa con fe.

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En casa de Celina

La mesa del comedor estaba llena de tazas de café, galletas caseras y risas flotando en el aire como si el tiempo no hubiese pasado. Era sábado por la tarde, y la casa de Celina vibraba de vida. Los hermanos mayores de Constanza —Ezequiel y Mariana— estaban sentados alrededor de la mesa junto a Soledad, la novia de Diego, ya parte de la familia. Los chicos corrían por el jardín, mientras adentro todo era calidez y familiaridad.

—Bueno, contá ya, Coni —dijo Mariana, con su tono de hermana mayor que no sabe de rodeos—. Algo te pasa y no es por trabajo. Te conocemos.

—Sí, se te nota en la cara. Estás como… ¿revoloteada? —sumó Soledad, mordiendo una galletita con picardía.

Constanza bajó la mirada, respirando hondo, organizando las palabras que todavía le temblaban en la garganta.

—Pasaron muchas cosas —dijo finalmente—. Con Gonzalo.

—¿El hijo de Luis Silva? —preguntó Ezequiel, arqueando la ceja.

Ella asintió, nerviosa, y continuó:

—No es lo que creen. No empezó romántico. Nos llevábamos pésimo… Me trató con desconfianza, incluso me hirió. Pero después cambió. Cambiamos. Me vio de verdad. Me vio con los chicos. Me escuchó. Me defendió. Y… creo que se enamoró de mí.

Silencio. Respetuoso.

—¿Y vos? —preguntó Celina suavemente, tomando su mano—. ¿Vos te enamoraste?

Constanza tragó saliva, y esta vez las lágrimas escaparon.

—No quería. Me resistí con todo. Nicolás fue el amor de mi vida. Pero Gonzalo me desarmó… no con palabras, sino con actos. Con cómo mira a Abi, cómo le habla a David, cómo me mira cuando cree que no lo veo.

—¿Y entonces qué pasó? —insistió Mariana.

—Su ex apareció. Justo cuando yo estaba por abrirme. Me cerré. Me dio miedo. No quiero sufrir otra vez. Ni que mis hijos sufran.

Celina acarició su mejilla.

—Hija… vos siempre fuiste valiente. Criaste sola a dos chicos, enfrentaste un duelo que hubiera destruido a cualquiera. ¿De verdad pensás que el amor te va a quebrar más que todo eso?

—Mamá… no sé si puedo confiar otra vez.

—Sí podés. Pero más importante: merecés. Y si ese hombre realmente te ama, estará ahí. Vos decidís si dejás que cuide tu corazón o si seguís encerrándolo.

Ezequiel intervino:

—Si Gonzalo fue capaz de enfrentar a la vieja Patricia y pedir permiso para estar con vos… es porque no está jugando. Nadie se mete con esa señora por pavadas.

Soledad agregó:

—Y si te ama como decís, va a luchar. Pero vos también tenés que dejar que te encuentren.

Constanza bajó la vista y confesó, casi en un susurro:




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