Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Suegra

El reloj marcaba las nueve y media y yo acababa de servir las milanesas al horno con puré en el comedor cálido y sencillo de la casa de Patricia. El aroma de la comida casera llenaba el aire, el tintinear de los cubiertos y la voz suave de un programa de televisión de fondo daban una sensación de hogar que hacía mucho tiempo no sentía tan completa.

Abigail ya dormía en el sillón, envuelta en su manta, mientras David ayudaba en la cocina. Respiré hondo y por un instante, me sentí en paz.

Me senté frente a Patricia, con una copa de vino en la mano, y traté de sonreír.

—Gracias por recibirme... por todo —dije, intentando que mi voz sonara tranquila, aunque sentía que me temblaba un poco.

Ella me miró con esa ternura que siempre había tenido, esos ojos que parecen ver hasta lo que uno mismo se esconde.

—No hace falta que agradezcas, hijita. Esta también es tu casa. Siempre lo fue. Nicolás te amaba con todo su ser. Y vos le diste lo mejor: una familia hermosa.

Sentí un peso en el pecho al escuchar su nombre. Nicolás. Siempre él. Siempre su ausencia.

—A veces me pregunto si estaría orgulloso de cómo lo estoy haciendo... —susurré—. Si me vería luchando así todos los días… como si con todo esto pudiera sostener su ausencia.

Patricia tomó mi mano, suave pero firme, y por un segundo sentí que podía sostenerme sin tener que ser fuerte todo el tiempo.

—Nicolás estaría orgulloso. Completamente. Sos una madre increíble, una mujer que no se quebró. Y aunque no hayas vuelto a amar todavía, yo sé que no es porque te falte amor… es porque te da miedo confiar otra vez.

Cerré los ojos y tragué saliva. Porque sabía que era verdad. Porque sentía ese miedo cada día, aunque quisiera negarlo.

—Sí… hasta que apareció Gonzalo. Y todo volvió a temblar.

Patricia ladeó la cabeza, con esa media sonrisa sabia que siempre parecía llegar justo cuando más lo necesitaba.

—¿Temblar cómo, mi amor?

Respiré hondo, buscando las palabras.

—Como cuando sentís que todo lo que habías ordenado para sobrevivir… se desordena. Gonzalo me mueve el piso, me hace enojar, me desconcierta. Pero también me hace reír sin darme cuenta. Me hace sentir vista. Y eso… eso es lo que más miedo me da.

Ella apoyó los codos en la mesa, ese gesto de abuela protectora que siempre me hizo sentir contenida.

—¿Sabés que hace unos días él vino a hablar conmigo?

Mi corazón dio un pequeño vuelco. —Sí… me enteré… ¿te trató bien?

—Sí —asintió Patricia—. Se apareció una tarde, solo, sin rodeos. Se sentó en esa silla que estás usando vos ahora. Y no vino a dar vueltas, ni a justificarse. Vino a decirme que te ama.

Parpadeé, intentando asimilarlo, como si sus palabras hubieran dibujado una luz nueva en la penumbra de mi miedo.

—¿Te lo dijo así? —pregunté, casi en un susurro.

—Así. Directo. Como quien ya no quiere esconder más nada. Me dijo que no tiene miedo de lo que siente, que no quiere huir, ni dejarte sola, ni ser un paréntesis en tu vida. Me habló de vos con una claridad que me desarmó… pero ¿sabés qué me conmovió más?

—¿Qué? —mi voz sonó apenas audible.

—La forma en que habló de tus hijos. Como si fueran suyos. Como si Abi fuera parte de su corazón. Como si David fuera un joven que respetara de verdad. Me dijo que no venía a reemplazar a nadie, y menos a Nicolás. Me lo dijo con respeto, con los ojos húmedos. Me habló de tu historia como si la llevara consigo, no para cargarla, sino para cuidarla.

Mis dedos temblaban mientras rozaban el borde de la copa de vino. Todo lo que decía Patricia resonaba dentro de mí, como si alguien finalmente pusiera palabras a lo que mi corazón ya sentía pero no se animaba a admitir.

—¿Y vos qué le dijiste? —pregunté, aunque parte de mí ya conocía la respuesta.

—Le dije que no cualquiera se anima a enfrentar a una exsuegra. Que no cualquiera viene a sentarse frente a la memoria de un hombre que ya no está, sin intentar borrarlo. Que eso… eso solo lo hace alguien que ama de verdad.

La calidez de su voz me envolvió, baja pero firme, dulce pero llena de verdad.

—Le dije que vos ya estás lista, aunque no lo sepas. Que merecés amar otra vez. Que podés volver a tener una familia con alguien que te elija entera, con luces y sombras. Porque Coni… lo que hiciste sola fue extraordinario. Pero el amor… el amor no es para cargarlo sola. Es para compartirlo.

Me quedé en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo en mí se quebraba. Tal vez una coraza. Tal vez un candado viejo. Tal vez… una herida que estaba lista para empezar a sanar.

—¿Y si me equivoco, Patricia? ¿Y si me vuelve a doler?

—Entonces me llamás. Lloramos juntas. Y te levantás otra vez. Pero esta vez, con él al lado.

Una lágrima rodó por mi mejilla, y no la limpié. No quería ocultarla.

—¿Creés que Nicolás… lo entendería?

Patricia se levantó, caminó hasta mí y acarició mi cabello como hacía años no lo hacía.

—Nicolás te amaba tanto… que solo querría verte feliz. Y yo también.

En ese instante, desde el fondo del pasillo, escuché a Abi murmurando medio dormida:

—¿Mami?

Corrí hacia ella y la abracé con todo mi amor, sintiendo su calor y su respiración tranquila. Mientras acariciaba sus rizos oscuros, sentí algo nuevo en el pecho.

No era solo miedo.

Era esperanza.

Y estaba viva.




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