Gonzalo
La tarde caía sobre Buenos Aires y yo ya iba de salida, papeles en la mano, pensando en apagar la computadora y largarme. Pero la vi ahí. Constanza seguía en su escritorio, la espalda tensa, los ojos rojos de tanto número. Frené en seco. Dudé. Y volví sobre mis pasos.
—¿Querés un café? —pregunté, con voz lo más suave que pude.
Me miró por encima de los lentes. Sentí que me atravesaba de parte a parte.
—Estoy por terminar —respondió, evasiva.
No me rendí. —¿Con o sin azúcar?
Suspiró. Bajó la guardia apenas. —Con una y media. Y cortado.
Asentí, serio, sin mostrar demasiado. Pero por dentro algo me tembló: se lo había tomado en serio.
Volví al rato con dos cafés y una medialuna envuelta en servilleta. Se la dejé en el escritorio.
—Estaban frescas. Y sé que si no comés algo, después te duele la cabeza.
Ella me miró sorprendida. Ese detalle… solo lo sabía su viejo. Ahora yo también.
—Gracias —susurró.
No me quedé. Me fui en silencio. Pero mientras caminaba por el pasillo sentía que había dejado algo más que un café: una pequeña semilla de confianza.
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Desde la ventana lo vi. David, sentado solo, con los auriculares y la mochila contra el banco. Bajé sin pensarlo.
—¿Querés jugar un rato mientras esperás? —le dije con las manos en los bolsillos.
Me miró como si yo hablara en chino. Se sacó un auricular. —¿A qué?
Saqué una pelotita de fútbol del depósito. —A pasar. Sin caños… por ahora.
Se rió. —¿Seguro? Soy rápido.
—Más vale. Soy bostero como vos.
Y arrancamos. Primero torpes, midiendo distancias. Después se soltó: risas, cargadas, corridas cortas. Lo vi sonreír como un pibe de su edad, sin peso encima. Y eso solo ya valía el día entero.
Cuando levanté la vista, la vi a ella. Constanza. En la galería, mirándonos en silencio. No se acercó. Y yo tampoco quise apurar nada. Pero en su mirada había algo nuevo. Algo parecido a la esperanza.
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Plaza del barrio – Sábado por la tarde
No sé si fue casualidad o destino, pero la vi ahí. Constanza hablando por teléfono, con ese ceño fruncido que siempre carga más de lo que debería. Y Abi, sola en un banco, dibujando.
Me acerqué despacio. —¿Eso es un dragón… o soy yo con cara de sueño?
Abi me miró fija. Primero seria. Después sonrió. Esa sonrisa que derriba murallas.
—Es un león. Porque es fuerte… pero también cuida.
Sentí un nudo en el pecho. —¿Y a quién cuida el león?
Bajó la voz como un secreto. —A su manada. Como mamá.
Me senté despacio. Ella me mostró el dibujo: Constanza, David con gorra, ella con la flor en el pelo… y un león al costado, vigilante.
—¿Puedo guardarlo? —le pregunté.
Asintió. Lo doblé como si fuera oro. Y en silencio, con el corazón estrujado, supe que ese papel ya era mi tesoro más grande.
Cuando levanté la vista, Constanza nos observaba desde lejos. No se acercó. No todavía. Pero vi algo distinto en sus ojos. Y eso me bastó.
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Domingo en casa de Luis e Idalia – Almuerzo familiar
Luis
El asador crujía lindo, y el patio estaba lleno de voces, de risas, de olor a carne y chimichurri. Los chicos corrían, Julieta discutía con David sobre un penal, y yo cebaba mates con calma.
De pronto apareció Gonzalo, con una fuente tapada con repasador. Sonrisa nerviosa.
—¿Qué trajiste ahí? —pregunté, con media ceja levantada.
—Tarta de choclo. Casera. Bueno… casi casera.
—¿Vos? —dijo Idalia, incrédula.
—Con ayuda de YouTube y una abuela gallega —contestó, dejando la fuente en la mesa.
Las carcajadas no tardaron. Constanza lo miró de reojo, con esa sonrisa que intentaba esconder tras el vaso de soda.
El almuerzo siguió entre brindis y chistes de sobremesa. En un momento le alcancé un mate a Gonzalo. Lo agarró serio, como si fuera un símbolo.
—A veces, los domingos curan más que un mes de terapia —le dije, guiñándole un ojo.
Él sonrió, sincero. —Sí… Y hay lugares que uno no sabía cuánto necesitaba… hasta que está acá.
Lo miré en silencio. Vi en sus ojos una calma distinta. Y al mirar a Constanza, entendí que esa calma no era solo por el asado o por nosotros. Era por ella.