El auto quedó apagado frente al cementerio. No bajé enseguida. Las manos en el volante, el pecho apretado. Tenía un ramo de margaritas blancas al lado. Flores simples. Nada de vueltas.
Respiré hondo. Bajé. Caminé por los senderos de tierra, lento, como si el lugar me pidiera silencio.
Y ahí estaba.
La piedra clara. El nombre:
Nicolás David Loti.
Amado esposo, padre y amigo.
1993 – 2023.
Me quedé quieto. No lo conocí. Pero está en todos. En ella. En los chicos. Y, de alguna forma rara, también en mí.
Dejé las margaritas sobre la tumba. Me senté en el banco. Y hablé.
—No sé si esto está bien. Pero tenía que venir.
Me pasé las manos por la cara.
—De vos hablan todo el tiempo. En cada rincón estás. Y yo… yo me choqué contra eso. Al principio no lo entendía. Me costó aceptar que alguien tan presente… ya no esté.
Tragué saliva. Los ojos me ardían.
—Pero necesito decirte algo. Amo a Constanza. Amo a tus hijos. Y si ella me deja entrar… si me dejan… los voy a cuidar. Como vos lo harías. Como merecen.
El silencio fue brutal. El viento entre los cipreses. Nada más.
Me levanté. Acerqué la mano a la piedra. Fría. Firme.
—No quiero reemplazarte. Solo quiero ganarme mi lugar. Gracias por dejarme llegar hasta ellos.
Y me fui.
Más liviano.
Más decidido.
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El sábado amaneció limpio. Cielo azul. Canchita de barrio. Gritos, botines, olor a tierra y a frituras.
Semifinal. David con la diez de Boca. Azul y oro. Sudado, embarrado. Feliz.
Yo contra el alambrado, camisa remangada, mate en mano. Abigail colgada de mi brazo. Gorrita rosa. Ojitos brillando. Julieta grabando como si fuera la tele.
El partido estaba duro. Uno a uno. Y ahí… el pibe la agarró en el medio. Gambeteó. Otro más. La cruzó con zurda. Golazo. Un ángulo perfecto.
Y a mí se me escapó.
—¡ESE ES MI HIJO, CARAJO!
Lo grité como un loco. Como en la Bombonera. La gente me miró raro. Abi se rió fuerte. Julieta con cara de “te agarré”.
Yo… me quedé helado. ¿De dónde salió eso? Me rasqué la nuca, me reí solo.
David levantó los brazos. Buscó a su mamá en la tribuna. No estaba. Me encontró a mí.
Y me sonrió.
Yo también. Con un nudo en la garganta.
—Ya son parte de mí… —me salió bajito.
Abi se abrazó a mi costado. Julieta grababa y tipeaba en el celular. “Esto se lo cuento a mamá”, seguro.
—Todavía no —le dije, nervioso.
Ella me miró con picardía.
—Ya estás listo. Solo falta que te animes.
Yo volví a mirar a David. Con el pulgar arriba.
No hizo falta más.
El gol ya estaba hecho.
Y no solo en la cancha.
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