Golazo y Llamado
Gonzalo
Todavía lo tengo en la cabeza. El golazo, la tribuna, mi voz rompiendo todo el aire: “¡Ese es mi hijo, carajo!”
Me salió sin pensarlo, como un rugido que venía de otro lado. Y lo vi a David, sudado, con los ojos brillando, buscándome. No a nadie más. A mí.
Cuando salió de la cancha lo estaba esperando con agua y una sonrisa que no me entraba en la cara.
—¡Ese gol fue una locura! ¡Qué manera de romperle el arco, pibe! —le dije, reventándole la mano en un choque de palmas.
Él rió, colorado, y me miró medio desconfiado.
—¿Lo gritaste fuerte, no?
Yo me hice el vivo, pero la verdad me temblaba adentro.
—¿Yo? Apenas un poquito… Capaz dije “ese es mi hijo”… sin darme cuenta.
Se me clavó la mirada. Ahí, serio. Como queriendo saber si era chiste o verdad.
—¿En serio?
Y yo no pude escapar. Bajé el tono, me salió distinto.
—Sí. Se me escapó. Pero no fue en broma. No sé en qué momento pasó… pero siento que sos como un hijo para mí.
Se quedó mudo. Hasta que me abrazó. Torpe, rápido, pero abrazo al fin. Y yo lo apreté con una mano en la nuca, tragándome la emoción.
—Yo también te quiero, Gonza —me dijo.
Y caminamos hasta el auto, entre empujones, risas, como si lo que habíamos dicho ya no necesitara más palabras.
---
Constanza
La casa estaba tranquila, tibia. El olor a mate cocido y tostadas me abrazaba como un refugio después de una semana interminable. Yo me estiraba en el sillón, agradeciendo por fin un respiro, cuando Julieta apareció con cara de triunfo.
—¿Querés ver a tu hijo metiendo el golazo de la fecha? —dijo, agitando el celular como si fuera la Copa del Mundo.
—¡Obvio! —respondí rápido, aunque me dolía no haber llegado a tiempo.
Y ahí estaba David, mi hijo, corriendo con esa fuerza que lo hace único, metiendo la zurda al ángulo. Pero entonces… entonces escuché algo más.
—¡¡¡Ese es mi hijo, carajo!!!
Congelé el video.
—¿Qué dijo? —pregunté, con la garganta apretada.
Julieta sonrió como si hubiera estado esperando ese momento.
—Lo que escuchaste. Y no lo gritó una sola vez. Lo gritó tres. Casi se trepa al alambrado.
Yo no dije nada. Solo apreté el celular contra el pecho. “Mi hijo”. Así, con esa fuerza, con esa pertenencia. Las lágrimas me quemaron los ojos. Miré el techo, tratando de ordenar lo que sentía, pero era imposible.
Julieta me miraba callada, hasta que lanzó, con esa puntería que no perdona:
—¿Hasta cuándo vas a resistirte, Connie?
No le contesté. No podía. Pero una sonrisa chiquita, involuntaria, se me escapó. Frágil, como un secreto.
Entonces sonó mi celular. Lo miré distraída, hasta que vi el nombre: Ezequiel.
Atendí enseguida.
—¿Eze?
Su voz era otra. Grave, rota.
—Cony… estoy en la clínica. Internaron a mamá.
Se me heló el cuerpo.
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—Una descompensación fuerte. No saben si pasa la noche. Está pidiendo vernos… a vos, a mí, a los chicos. Pero en especial…
—¿En especial…?
—A Gonzalo.
El silencio me atravesó como un rayo. Sentí el pecho cerrarse.
—¿A Gonzalo?
—Sí. Lo pidió varias veces. Está muy mal. Quiere hablar con él lo antes posible. Por favor, Cony. Decile.
Cerré los ojos. Respiré hondo. No había tiempo de pensar.
—Ya voy para allá. Ahora mismo.
Corté.
Pero no pude quedarme quieta. Con los dedos todavía temblando, marqué otro número.
—¿Gonzalo? —mi voz salió más frágil de lo que hubiera querido.
—Cony, ¿estás bien? —contestó rápido, preocupado.
—Acaba de llamarme Ezequiel. Internaron a mamá. Está muy grave… —hice una pausa, tragando saliva—. Pidió vernos a todos. Y en especial… a vos.
Silencio. Sentí cómo se le escapaba el aire al otro lado de la línea.
—A mí… —repitió despacio, como si no terminara de creerlo.
—Sí. No sé por qué, Gonza. Pero lo pidió varias veces. Tenés que venir.
Hubo un instante de mutismo total, hasta que su voz regresó firme, sin titubeos.
—Decime dónde están. Voy ya mismo.
Cerré los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, supe que esa noche nos iba a enfrentar a todos con cosas que ninguno estaba preparado para decir en voz alta.