Gonzalo..
La luz tenue me pegaba en la cara cuando entré. El aire olía a desinfectante, pero detrás de ese frío se sentía algo distinto, algo que apretaba el pecho. La vi ahí, tan frágil y a la vez tan entera, con los ojos que parecían conocerme desde antes de verme.
No sabía qué decir, ni cómo moverme. Nunca había hablado en serio con Celina. Apenas gestos, saludos, lo justo. Y ahora estaba parado al lado de su cama, sintiéndome más chico que nunca.
Cuando abrió los ojos y me sonrió, sentí que me leía el alma.
—Así que vos sos el que le está revolviendo el corazón a mi hija… —me dijo.
Me quedé mudo un segundo. Tragué saliva, y solo me salió ser honesto.
—No sé si lo estoy haciendo bien… pero sí, supongo que sí.
Ella me miró como si supiera todas las respuestas. Y en esa mirada no había reproche, solo calma.
—¿La vas a querer? —preguntó, bajito—. A ella… y a esos dos soles que tiene por hijos.
La pregunta me atravesó como un cuchillo. No necesité pensar.
—Con toda mi alma. Ya no puedo imaginar mi vida lejos de ellos.
Celina cerró los ojos apenas, y asintió.
—Entonces no esperes más. Mi hija se hizo fuerte por necesidad… pero todavía tiene miedo. No se lo agrandes. Ayudala a soltarlo.
No pude contestar. Solo le apreté la mano, como si en ese gesto le prometiera todo lo que no encontraba en palabras.
—Le juro que no la voy a soltar.
Ella sonrió, cansada, pero con una paz que me desarmó.
—Eso quería oír… Ahora sí puedo irme tranquila.
Cuando me acarició la cara, sentí que me bendecía. Yo, que llegaba tarde a todo, recibía de ella un permiso, un mandato, un legado. Salí de esa habitación con lágrimas que no quise esconder.
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Constanza..
Horas después, la sala estaba llena. Pero no parecía un hospital, parecía la casa de siempre, cuando mamá reunía a todos alrededor de la mesa.
Ella estaba en la cama, más tranquila que en la mañana, con un leve color en las mejillas. Los médicos habían sido claros: era el final. Pero en su voz había fuerza, y en su mirada, amor.
—Mis hijos… —dijo, mirándonos uno por uno—. Qué hermosos que crecieron. No me voy triste. Me voy con el corazón lleno.
Se fueron acercando todos. Los abrazos se mezclaban con lágrimas, incluso de quienes nunca lloraban. Yo me quedé quieta, como si no pudiera moverme, hasta que escuché su voz llamándome.
—Coni…
Me acerqué, temblando. Cuando me abrazó, fue como volver a tener diez años, escondida en sus brazos porque el mundo afuera dolía demasiado.
—Mamá… no te vayas, por favor.
Me acarició el pelo como tantas veces, y me habló con esa ternura que atravesaba cualquier dolor.
—Shhh… voy a estar en vos, en tu casa, en tus hijos… y en ese hombre. No me digas que no lo viste. Cuando alguien te ama así, no se lo deja ir.
Sentí que me rompía por dentro. Pero no pude negar lo obvio. Apenas asentí con la cabeza, con lágrimas que ya no podía contener.
—Prometeme que vas a vivir. Que vas a ser feliz. Que vas a amar sin miedo.
—Te lo prometo, mamá… —susurré, con la voz apagada.
Entonces sonrió, y dijo lo último que me quedaba por escuchar:
—Ahora puedo ir a descansar con tu papá.
El monitor siguió sonando unos segundos más. La vi mirarnos a todos, como si quisiera guardarnos en su alma. Y luego, cerró los ojos.
El pitido se volvió una línea recta.
Y aunque el dolor me arrancaba el aire, lo único que sentí en esa habitación fue amor.
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