Gonzalo
Entré al salón en silencio. Traje oscuro, corbata negra, los ojos tensos, el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir. Saludé con respeto: Julieta me abrazó, Luis e Idalia me miraron con tristeza compartida, Ezequiel me dio la mano con fuerza y Mariana se acercó con un hilo de voz.
—Constanza está afuera, en el patio —me dijo Ezequiel—. Fue a tomar aire.
Mariana se acercó y, con delicadeza pero con urgencia en los ojos, me ofreció un paquetito de pañuelos.
—Anda con ella, por favor —me pidió—. Todavía no soltó el llanto. Y ahora más que nunca… te necesita.
Asentí. Tomé los pañuelos con cuidado y sin decir palabra, me dirigí a la puerta lateral. Mi corazón se apretó un poco al pensar en ella, sola, lejos de todos, frágil. Respiré hondo antes de abrir la puerta y encontrarla en el banco de piedra, encorvada, con la espalda tensa, ausente del mundo.
Me senté a su lado sin hablar, dejando que el silencio nos envolviera. La brisa nocturna se colaba entre los árboles, y por unos segundos solo escuché mi propia respiración y la de ella.
Con suavidad, extendí la mano y entrelacé mis dedos con los de Constanza. No se resistió. No reaccionó. Solo estaba ahí, con la distancia que el dolor exige.
—Estoy acá —susurré—. No solo para acompañarte… quiero llevar también tu dolor. Compartirlo. Sostenerlo con vos.
Su primer sollozo fue un suspiro ahogado. Luego, los llantos llegaron, largos y sinceros. La abracé con firmeza, dejándola caer sin miedo. La dejé llorar todo lo que necesitaba, mientras yo me quedaba, firme, sosteniéndola.
—No tenés que saberlo —le dije cuando la calma volvió un poco—. Solo tenés que dejarte acompañar.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro por primera vez por elección. Sus ojos todavía húmedos, pero con un hilo de paz recién nacido.
—Yo no me voy a ir, Constanza. Aunque me cierres la puerta una y otra vez. No pienso soltar lo que amo.
—Sos terco, Silva —murmuró ella, con una sonrisa rota.
—Con vos, más que con nadie —respondí, con ternura firme.
Y así nos quedamos, abrazados, mientras la noche nos arropaba.
---
☀️ La mañana siguiente —
La casa olía a café y flores marchitas. Constanza moviéndose mecánicamente por la cocina, los ojos hinchados, la espalda erguida. Toqué la puerta antes de entrar y le ofrecí la bolsita con medialunas recién compradas.
—Puedo ayudar con el desayuno —dije.
Ella solo asintió. Ese gesto fue más que un sí; fue permiso.
David apareció en la entrada, con uniforme escolar, pero sin mochila.
—No quiero ir. No hoy —dijo.
Antes de que ella contestara, me adelanté:
—Y no vas a ir. Hoy es un día para estar juntos. Tu abuela fue alguien muy especial. Está bien sentir.
Asintió con alivio. Abigail entró después, todavía en pijama, con su osito bajo el brazo, y se lanzó a mis brazos.
—Buenos días, mi princesa —le dije—. ¿Querés desayuno especial con azúcar extra secreta?
Constanza nos observaba desde la mesada. Sus ojos reflejaban por primera vez desde la noche anterior algo más que dolor: había una luz pequeña, clara, cansada, pero clara.
—Vamos a honrarla, ¿sí? A seguir siendo familia… como ella nos enseñó —le susurré.
Ella no dijo nada, pero su asentimiento lo dijo todo.
Continuará..