Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Elegir

Gonzalo...

Ese día lo pasamos juntos los cuatro.
No hubo grandes planes, ni salidas, ni visitas. Solo nosotros. Yo lo sentía necesario, como si algo dentro mío me dijera que cada minuto compartido estaba sanando una parte que aún dolía.

Almorzamos sin prisa, con chistes de David y las ocurrencias de Abi que, con sus palabras cortitas, lograba hacernos largar carcajadas sinceras. Constanza nos miraba con esa sonrisa suave, como si observarnos la ayudara a respirar mejor.

A la tarde vimos una película en el sillón, todos amontonados, con mantas que Abi insistió en repartir. Y cuando me di cuenta, tenía a la nena dormida sobre mi brazo, mientras David roncaba disimuladamente en el otro extremo. Constanza me lanzó una mirada cómplice que me atravesó. Era como si los dos supiéramos lo mismo: que estábamos necesitando eso. Silencio, compañía, piel con piel, sentirnos familia aunque todavía nadie lo dijera en voz alta.

No hicimos nada extraordinario. Y sin embargo, fue uno de los días más importantes de mi vida.

Cuando llegó la noche y la casa empezó a calmarse, yo supe que algo estaba por cambiar.

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La casa dormía. Las luces bajas dibujaban sombras suaves sobre las paredes. Desde el cuarto del fondo llegaban murmullos apagados: Constanza estaba acostando a Abi, como cada noche. El resto era silencio.

David bajó las escaleras con paso lento, descalzo, y se dirigió a la cocina. En la penumbra, me divisó sentado en el living, hundido en el sillón, con la camisa semiabierta y la mirada perdida. No me había visto así nunca: tan callado, tan humano.

Se sirvió un vaso de agua y, sin mirarme, habló.

—Mi abuela te conoció un día… y te dio su bendición.

Levanté la cabeza, sorprendido. Lo observé, sin decir nada.

—Yo tardé meses en confiarte —continuó, girando apenas el rostro hacia mí—. Pero ya no tengo dudas.

Se hizo un silencio breve. Dio un sorbo de agua, apoyó el vaso en la mesada y se cruzó de brazos.

—No sos perfecto. Pero estás. Estuviste cuando mi mamá no podía más. Cuando Abi se encerraba en sí misma, vos lograste que se riera de nuevo.

Desvié la mirada. Una sonrisa tímida se dibujó en mi rostro, pero mis ojos estaban húmedos. Me conmovía ese reconocimiento que nunca pedí.

—No sé si me lo merezco —murmuré.

David se encogió de hombros, caminó hasta el living y se apoyó en el marco de la puerta.

—Yo no sé si uno se “merece” una familia. Pero sí sé que uno la elige. Y yo te elijo. Abi te elige. Y mamá también… aunque le cueste admitirlo a veces.

Tragué saliva. Algo me apretó el pecho, algo que no era tristeza esta vez.

David dio un paso más, directo, honesto como pocas veces.

—Entonces te pregunto, Gonzalo: ¿querés ser parte?

El silencio se llenó de significado. Lo miré con una mezcla de sorpresa y gratitud muda.

David sonrió, con esa media sonrisa suya de siempre.

—Yo te digo que sí, más que nunca. Así que… dale. Dale para adelante. Nosotros te queremos en nuestra vida.

La voz del adolescente no temblaba. Era firme, clara. Un pacto sin papeles.

Me incorporé lentamente en el sillón. Lo miré a los ojos. Y en ese instante, por fin, lo sentí: ya no era un visitante. Era parte de ese hogar, de ese tejido invisible que nos unía incluso en medio del dolor.

—Gracias, David —susurré con voz ronca—. No sabés lo que significa para mí.

Él asintió una sola vez. Luego giró hacia la escalera.

—Bueno, ahora voy a dormir antes de que Abi me robe mi cama —bromeó suavemente.

No pude evitar soltar una risa leve, sincera.

David subió las escaleras, y yo volví a quedarme solo en el living. Pero esta vez, no me sentí solo.

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Constanza bajó las escaleras despacio, con los pies descalzos, recogiendo con una mano el borde del suéter que llevaba puesto. Había terminado de acostar a Abigail, pero no podía irse a dormir sin hablar. No esta vez. Su pecho latía fuerte, no de ansiedad, sino de certeza. Había tardado demasiado en llegar a este momento. Y ahora estaba lista.

En el living, seguía sentado, mirando el vacío con expresión serena. Apenas noté su presencia, me enderecé en el sillón, alerta.

—¿Estás bien? —pregunté en voz baja, al ver su rostro serio—. ¿Qué sucede?

Constanza se quedó de pie, frente a mí. Tragó saliva, respiró hondo, y habló.

—Mi mamá… me dijo que no dé más vueltas.

Fruncí el ceño, confundido.

—¿Vueltas?

—Y mis hijos —continuó ella—. También me dieron su permiso.

—¿Permiso?

Asintió. Sus manos temblaban, pero su voz, no.

—Para elegirte, Gonzalo.

Sentí que el aire se me escapaba del pecho.

—Te elijo —repitió ella—. Te elegí cuando cuidaste a Abigail sin decir nada. Cuando te quedaste, cuando nadie más sabía cómo manejar el dolor. Te elegí cuando gritaste “ese es mi hijo”, sin pensarlo un segundo.

Dio un paso hacia mí, y otro más. Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que juraba que ella podía oírlo.

—Y te elijo ahora —susurró—. Aunque me dé miedo. Aunque todavía tenga heridas. Estoy lista para saltar… si vos estás ahí.

Me levanté despacio, como si temiera romper ese instante. La miré, conmovido, desarmado por completo.

—Constanza… —murmuré, con la voz quebrada, ronca de emoción—. No sé qué hice para merecerte, pero te juro que soy el hombre más feliz del mundo por escuchar eso.

Le tomé la mano, apenas, con una delicadeza temblorosa. Y cuando ella no se retiró, sino que se acercó aún más, supe que podía abrazarla.

La envolví con mis brazos, apretándola contra mi pecho. Constanza apoyó la frente en mi cuello, y por fin, ya sin barreras, se dejó llevar por la certeza de ese abrazo.

—Te amo —susurré, sin titubeos, como si cada palabra fuera una promesa grabada a fuego.

Ella me miró a los ojos, sonrió con ternura… y me besó. No hubo apuro, ni urgencia. Solo verdad. Solo amor.




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