Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Querés ser mí novia?

Constanza..

Gonzalo y yo estábamos de pie, uno frente al otro. Él no me soltaba la mano, como si por fin supiera qué significa sostener algo de verdad.

Lo observaba y me sorprendía cómo podía sonreír con nerviosismo y, al mismo tiempo, hacerme sentir segura. Se pasó la lengua por los labios, respiró hondo y entonces habló.

—Sé que no tengo 15 años —dijo en voz baja, pero firme—. Y que esto no se hace así a nuestra edad…

Se rió suavemente, y a mí se me escapó una sonrisa al verlo tan humano, tan tierno.

—Pero igual necesito preguntártelo.

Lo miré con intriga, sintiendo un brillo cómplice en los ojos.

—¿Querés ser mi novia, Constanza?

Me quedé helada, pero de ternura. El corazón me dio un vuelco y, antes de poder evitarlo, solté una risa entre lágrimas.

—¿Novia? ¿En serio?

Asintió, sin soltarme la mano.

—Completamente en serio. Y si querés lo vuelvo a preguntar en lenguaje ejecutivo: ¿Aceptás formalizar este vínculo emocional y exclusivo conmigo?

No pude evitar reír más fuerte y taparme la boca con la mano libre. Me parecía increíble cómo podía mezclar humor, ternura y amor en una sola frase.

—Sí. Acepto —dije al fin, mirándolo con dulzura—. Te acepto a vos, Gonzalo Silva. Con tus miedos, tu historia, tu cara de jefe gruñón… y tu corazón enorme.

En ese instante, el mundo se detuvo. Nos miramos como si no existiera nada más. Y entonces él me besó. Un beso sin apuro, lleno de verdad, de entrega. Un beso de principio, no de final.

---

El domingo y ya todo estaba listo en la mesa. El aroma de las empanadas recién salidas del horno y el pan casero todavía caliente se mezclaba con el murmullo de la casa. El mantel puesto, las copas llenas, el vino respirando. Solo faltaban ellos.

Julieta estaba sentada, con esa sonrisa traviesa que no pasaba desapercibida. Como si supiera algo que los demás no, pero se guardara el secreto con gusto.

—¿Y Connie? —preguntó Idalia de golpe, mirando hacia la puerta—. No viene. Y los chicos… no es lo mismo sin ellos.

Luis asintió, acomodando la servilleta en su regazo.
—Es raro que todavía no hayan llegado.

En ese instante, la puerta del comedor se abrió. Primero entraron David y Abigail, corriendo con la energía de siempre.

—¡Abuelo! ¡Abuela! —gritaron los dos a la vez, tirándose a abrazar a Luis e Idalia, y luego a Julieta, que los recibió entre risas.

—mi mana ya viene —avisó David, con esa picardía que lo delataba.

Y entonces ocurrió. Constanza apareció en el marco de la puerta. Caminaba tranquila, aunque con un leve nerviosismo en la mirada. Y a su lado, Gonzalo. De la mano.

El silencio se apoderó de la mesa. Nadie respiraba.

Constanza bajó la vista, como una niña atrapada en plena travesura. Gonzalo, en cambio, sonrió apenas, con esa calma que escondía un torbellino.

Se acercaron despacio a la mesa. Él apretó un poco más fuerte la mano de ella, y entonces habló con sencillez:
—Queremos decirles algo. Estamos juntos.

Un murmullo ahogado recorrió la mesa. Idalia llevó las manos al pecho, con los ojos vidriosos. Luis se levantó despacio, como quien no sabe si soñar o abrazar.

—¿De verdad? —preguntó, con voz quebrada.

Constanza lo miró y asintió.
—Sí, de verdad.

Entonces Idalia no aguantó más y se levantó, abrazándolos a los dos con fuerza. Luis se unió enseguida, cerrando el círculo.

Julieta, mientras tanto, saltaba en el lugar y corría a los chicos:
—¡Se los dije! ¡Se los dije! —gritaba riendo—. ¡Ahora sí somos una familia completa!

David sonrió, casi aliviado. Abi, con su timidez dulce, se prendió del brazo de Gonzalo como aceptándolo de manera oficial.

Y así, entre risas, lágrimas y abrazos, ese domingo se volvió distinto. El domingo en que ya no hubo secretos.

...

La tarde caía despacio, tiñendo el patio de un dorado cálido. El bullicio del almuerzo había quedado atrás: platos apilados en la cocina, risas lejanas que venían del fondo donde Julieta jugaba con David y Abi. Gonzalo se había quedado en la puerta del comedor, observando con una sonrisa tranquila cómo la familia se movía en su propia armonía.

Constanza estaba sentada en la galería, con una taza de café humeante entre las manos. A su lado, Idalia acomodaba el suyo con calma, mientras Luis encendía un cigarro con esa expresión satisfecha de quien ya no necesita hablar demasiado para sentirse pleno.

El silencio era cómodo, pero Constanza lo rompió con un suspiro.
—¿Están… contentos de verdad? —preguntó, bajando la mirada hacia su taza—. Tenía miedo de que no lo aprobaran.

Luis levantó las cejas, como sorprendido por la pregunta.
—¿Cómo no vamos a estar contentos? —dijo, con esa voz grave que no necesitaba adornos—. Si era lo que estábamos esperando.

Idalia le puso la mano sobre la suya y la apretó con ternura.
—Constanza, querida… —su tono era dulce, casi maternal—. Desde hace tiempo soñábamos con esto. Con verlos a ustedes dos juntos, felices, acompañándose.

—Pero sabíamos —agregó Luis, dándole una calada al cigarro y soltando el humo despacio— que no podíamos forzarlos. Tenía que salir de ustedes.

Constanza los miró, con los ojos humedecidos.
—Me daba miedo… que pensaran que era demasiado pronto, o que no era lo correcto.

Idalia negó suavemente con la cabeza.
—No existe “demasiado pronto” cuando el corazón está seguro. Y vos lo estás. Y él también.

Luis sonrió de costado, con esa mezcla de dureza y ternura que lo caracterizaba. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo contra sí.
—Escuchame bien, Coni. Vos ya eras de esta casa desde hace tiempo. Ahora simplemente lo confirmaste.

Constanza apoyó la cabeza en el hombro de Luis, conteniendo las lágrimas.
—Gracias… —susurró—. No saben lo que significa para mí sentir que… que pertenezco.

Idalia la acarició en la espalda, conmovida.
—Siempre perteneciste, hija. Ahora, simplemente, lo creés vos también.




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