🌸 Constanza
Ese mediodía en casa fue distinto. El patio lleno de risas, las brasas crepitando, las mesas largas cubiertas de platos, panes y botellas… Era la vida que alguna vez soñé y que creí perdida.
Vi a Abigail correr descalza, robándole aceitunas a Gonzalo como si fuese un juego. Escuché la risa de David desde la reposera. Y, por un segundo, me descubrí feliz. Feliz de verlos así, de sentir que el dolor de la ausencia de su papá no era lo único que nos marcaba.
Cuando Ezequiel brindó por mí y, de paso, por Gonzalo, me sonrojé. Nunca pensé escuchar algo así. Y cuando él habló, cuando dijo que quería estar a la altura de lo que yo había construido, sentí un nudo en la garganta.
Me levanté, le tomé la mano y le respondí lo que sabía, lo que él todavía no se permitía creer: que ya estaba a la altura. Porque había demostrado con gestos, no con palabras, que quería cuidarnos.
El aplauso de todos fue un abrazo. Y entre esas risas, esas lágrimas de Patricia, esa complicidad de Mariana, sentí a Nico. Sentí que estaba con nosotros, orgulloso, cuidando a los chicos desde algún lugar. Y por primera vez, ese recuerdo no dolió: me dio paz.
---
La declaración pública..
Nunca me imaginé que Gonzalo se animaría a algo así.
En medio del auditorio, frente a todos los empleados, lo escuché decir mi nombre. “Constanza González”. El corazón me golpeó en el pecho como si quisiera salirse.
Cuando confesó que había sido yo quien lo guió, quien sostuvo la empresa, y luego… cuando me miró directo y dijo “es también la mujer que amo”, me paralicé.
No podía creerlo. No podía creer que lo dijera así, sin miedo, sin esconderse. Yo, que siempre fui discreta, que temí rumores y comentarios, de repente estaba en el centro de todo.
Pero en sus ojos había una verdad imposible de negar. Y cuando bajó del escenario y me abrazó, lo único que pude hacer fue besarlo, con lágrimas contenidas y el alma temblando.
Sentí orgullo, miedo, alivio. Todo junto. Y en medio del aplauso, lo único que pensé fue: “Tal vez sí, tal vez esto es real.”
---
Esa noche llovía. Los chicos estaban en lo de Julieta y la casa estaba en silencio. Yo, con un vaso de vino en la mano, me sentía entre tranquila y vulnerable.
Cuando Gonzalo apareció en el living con un sobre blanco, lo miré confundida. Se sentó frente a mí, serio, y me lo tendió con suavidad.
Lo abrí despacio. Adentro había un papel doblado en dos. Lo desplegué.
“Hoy te propongo algo: no vivir más a medias.
No para probar. Para quedarnos.
Quiero ser parte de esta casa, de tu mesa, de tus rutinas, de tus hijos.
Quiero que este sea nuestro hogar.”
Sentí un temblor en el pecho. Las manos me sudaban. Después de todo lo que viví, después de perder a Nicolás, después de criar sola a mis hijos… ¿cómo confiar de nuevo? ¿cómo arriesgarme a perder otra vez?
Pero lo miré. Vi sus ojos sinceros, firmes, llenos de ternura. Lo escuché decir, con voz baja pero segura:
—Quiero levantarme con vos. Quiero desayunar con Abi haciendo caras raras. Discutir con David porque no quiere que le toque los botines. Quiero abrazarte cuando el mundo se te venga encima.
Las lágrimas me desbordaron, sin poder contenerlas. Y entendí que estaba listo para quedarse. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, también.
Me acerqué. Lo abracé fuerte, como si pudiera sellar la decisión en ese gesto.
—Sí —le susurré—. Quedate conmigo. Que esta sea nuestra casa. Nuestro lugar.
Y al decirlo, sentí que no solo estaba aceptando a Gonzalo.
Estaba eligiendo volver a vivir..
La lluvia seguía golpeando los ventanales cuando nos fuimos a la habitación.
No había silencios incómodos. Solo esa calma rara, como si el mundo quedara afuera y por fin pudiéramos descansar.
Nos metimos en la cama vestidos, bajo las sábanas, él detrás de mí, abrazándome. Sentía su respiración tranquila en mi cuello, el calor de su cuerpo dándome un refugio que no sabía que necesitaba.
Me giré despacio, para mirarlo de frente. Sus ojos me encontraron al instante, pacientes, atentos.
—Gonzalo… —susurré, con un nudo en la garganta—. Hay algo que necesito decirte.
—Decime —respondió, sin dudar.
Tragué saliva, con miedo de arruinar el momento.
—Lo nuestro… esta relación que estamos empezando… significa más de lo que pensé que me iba a animar a sentir. Pero… hay algo que tenés que saber.
Respiré hondo.
—Después de Nicolás… no estuve con nadie más. Y… quiero seguir así hasta el día en que nos casemos. No me siento lista para tener intimidad todavía. —Bajé la mirada—. Perdoname si esto te enoja o te aleja. Solo… necesito que me esperes.
El silencio que siguió me hizo temblar. Sentía que el corazón se me iba a romper.
Pero él levantó mi mentón con suavidad y me miró fijo.
—Cony… gracias por confiarme eso. —Sonrió apenas—. No me enoja. Al contrario. Te respeto. Y si para estar con vos tengo que esperar, lo voy a hacer con gusto.
Las lágrimas se me escaparon de golpe.
—¿De verdad? —pregunté, casi como una nena.
—De verdad —afirmó, con esa seguridad suya que me calma siempre—. Porque lo que siento por vos va mucho más allá de lo físico. Por eso sé que sos la mujer de mi vida.
Me apoyé en su pecho, cerrando los ojos, dejando que las lágrimas cayeran en silencio.
—Gracias por amarme así —murmuré.
Él me besó la frente.
—Solo quiero dormir abrazado a vos —dijo.
Y así lo hicimos.
Sin apuros. Sin miedo.
Solo dos almas que empezaban, por fin, a encontrarse de verdad....
El sol de la mañana entraba tibio por la ventana. Abrí los ojos y lo primero que vi fue a Gonzalo entrar a la habitación con una bandeja. Café, jugo, tostadas y unos criollitos que seguramente había comprado temprano.
—Buen día, señora González —bromeó, con esa sonrisa suya que siempre me hace rodar los ojos aunque me derrita por dentro.