Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Los hombre de mí vida

Constanza salió de la imprenta con unos papeles en mano, envuelta en su abrigo camel y una bufanda tejida que Abi le había regalado el invierno anterior. El aire fresco de la tarde le rozó las mejillas, y al cruzar la calle rumbo a la cafetería donde siempre pasaban a buscar el café para el equipo, algo la detuvo en seco.

A través del ventanal empañado, los vio.

Gonzalo y Diego.

Sentados en la mesa del fondo. Café en mano. Miradas serias. Y un gesto que no supo cómo descifrar.

Entrecerró los ojos. Diego hablaba. Mucho. Con esa forma tan suya de usar las manos, con ese gesto dramático que usaba solo cuando algo le importaba de verdad. En un momento incluso señaló a Gonzalo con el dedo… y luego hizo un ademán exagerado, como si lo estuviera amenazando. Gonzalo sonrió nervioso. Y luego bajó la cabeza.

—¿Qué están tramando estos dos? —murmuró para sí, con el ceño fruncido y un nudo en el estómago que no pudo explicar.

No entró. No quiso interrumpir. Algo le decía que esa conversación no era casual.

Se quedó ahí, apenas unos segundos más. Diego volvió a hablar, más despacio. Gonzalo lo miró fijo, como si estuviera absorbiendo cada palabra. Y luego… los vio.

El gesto. El puño de Diego tendido. La risa de Gonzalo. Ese toque de camaradería que se parecía demasiado a un pacto sellado.

Constanza bajó la vista y sonrió sin querer.

—Dios mío… ¿qué estás haciendo conmigo, Silva?

Sintió un calor en el pecho, uno tonto, cálido y absurdo. Porque ella conocía a Diego. Sabía que no daba su confianza fácilmente. Y si él le estaba hablando así a Gonzalo —aunque no hubiera escuchado una sola palabra— eso solo podía significar una cosa.

Gonzalo importaba.

No solo para ella… sino para los suyos.

Suspiró hondo. El viento le revolvió el cabello, y mientras volvía a cruzar la calle con los papeles apretados contra el pecho, no pudo evitar sonreír.

—Estos hombres… —murmuró bajito.

Y entonces lo sintió claro.
Diego, que es su amigo, su hermano elegido, el que siempre la sostuvo cuando todo se vino abajo.
Gonzalo, que llegó para desordenarle la vida, pero también para enseñarle que todavía puede volver a elegir, que todavía puede amar.

Le dolió pensarlo, pero no la asustó: Nicolás también estaba ahí, en ese lugar secreto que no se toca, en ese rincón de su alma que nunca va a dejar de ser suyo.

Son ellos.
Los hombres de su vida.
Cada uno, a su modo, sosteniéndola.
Y ella… por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz con eso.

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