Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Sábado por la mañana

El aroma del pan tostado se mezclaba con el del café recién hecho, llenando la cocina con un calorcito familiar que me abrazaba el alma. La tostadora saltó con su típico chasquido metálico y sonreí: hasta eso parecía tener música propia esa mañana. El sol entraba a raudales por la ventana, iluminando cada rincón, como si también quisiera ser parte.

Sobre la mesa, los dibujos de Abi se acumulaban en colores que parecían florecer sobre el mantel. El mate iba y venía como un ritual de confianza, mientras yo, en pijama y con un rodete torcido que amenazaba con desarmarse, cortaba fruta en la mesada.

Gonzalo estaba descalzo, con una remera de David que le había prestado anoche después de la maratón de películas. Lo miraba poner los platos y, aunque intentara mantener el gesto serio, había algo en esa escena que me desarmaba: verlo tan natural en nuestra cocina.

David, en cambio, luchaba con sus medias mientras revisaba el celular. Y Julieta… ay, Julieta. Sentada con su mate, con esos ojos pícaros que ya me daban miedo.

—Bueno, ¿y? —disparó de repente, con tono de novela—. ¿Van a decirlo o me toca a mí spoilear?

Casi se me cae la cuchilla de la mano.

—¡Julieta! —protesté, entre indignada y muerta de risa.

David levantó la cabeza, intrigado.

—¿Decir qué?

Gonzalo se adelantó. Sentí su nerviosismo en el aire, aunque lo disimuló con esa postura recta que tanto le sale.

—Chicos… su mamá y yo… —hizo una pausa, como si estuviera en medio de un discurso— estamos pensando en vivir juntos.

El silencio duró un suspiro, pero pesó como si el mundo esperara respuesta.

Hasta que Abi, sin levantar la vista del dibujo, preguntó muy seria:

—¿Ya se besaron?

Y entonces fue imposible aguantar. Estallamos todos en carcajadas. Yo, roja como un tomate, me cubrí la cara. Gonzalo se reía con esa mezcla de vergüenza y ternura. Julieta casi escupe el mate de la risa.

Pero David… David no se rió. Se levantó y lo miró fijo.

—¿Y vos la vas a cuidar? ¿De verdad?

El tiempo se detuvo. Gonzalo no parpadeó.

—Sí. Como nunca cuidé a nadie. Y también a ustedes… si me dejan.

Vi a mi hijo medirlo con esos ojos que todavía eran de nene, pero que ya cargaban con demasiadas historias. Después de un segundo, le dio un empujón en el brazo, apenas cómplice.

—Bueno, entonces pueden vivir juntos. Pero los viernes que juego a la Play con los pibes, el quincho es mío.

Gonzalo respiró aliviado.

—Trato hecho.

Abi levantó la vista, solemne.

—¿Puedo ponerles nombre de pareja? Como en la tele.

Julieta aplaudió bajito.

—¡Sí, sí! A ver…

—¡Gonzanza! —dijo con orgullo, y enseguida agregó—. O… ¡Constalo!

Yo me reí, apoyándome contra la mesada.

—Dios mío, ya estamos en problemas.

Gonzalo se agachó a la altura de Abi, con esa dulzura suya que me derrite.

—¿Y vos qué pensás, enana? ¿Está bien que yo sea el novio de tu mamá? ¿Y que viva con ustedes?

Abi lo miró con esa seriedad que solo ella sabe tener.

—Sí. Pero tenés que aprender a cocinar. Y no le robes el café a mamá.

Levanté el mate en alto como si fuera un trofeo.

—¡Eso, mi amor! ¡Alguien lo tenía que decir!

Y ahí, en medio de risas, medias a medio poner, dibujos en la mesa y un café que ya se enfriaba, sentí algo distinto. Sentí que, después de tanto silencio y tanto dolor, la vida nos estaba dando permiso.

Permiso para volver a ser felices.

Continuará 😘




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