Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

La mesa de los cuatro

La parrilla estaba llena. Un murmullo cálido flotaba en el aire, entre platos humeantes y risas de mesas vecinas. Era sábado por la noche, y en una mesa junto a la ventana, el mundo de Constanza parecía haberse detenido, solo por un rato, para mirar cómo la vida le devolvía lo que creía perdido.

Abigail se acomodó junto a su madre, con un cuaderno de dibujos en mano. David se sentó frente a ellas, celular en mano, una media puesta y la otra aún colgando. Gonzalo, con una sonrisa que se le escapaba por los ojos, ocupó su lugar al lado del adolescente.

—¿Les traigo la picada de la casa mientras eligen? —ofreció el mozo.

—Sí, por favor. Y una limonada grande —respondió Gonzalo, cerrando la carta con decisión.

David alzó una ceja, divertido.

—Wow. Miralo al señor de los vinos pidiendo limonada. Vas a terminar tomando Mirinda con nosotros, viejo.

—Me estoy reformando, che —dijo Gonzalo entre risas—. Esta mesa me está llevando por el buen camino.

—Quiero la hamburguesa que tiene carita feliz —anunció Abi, señalando el menú infantil con absoluta seriedad.

—Esa es para niños más chiquitos, Abi... —intentó moderar Constanza.

—Traé dos —interrumpió Gonzalo sin pestañear—. Una para ella y otra para mí.

Abi lo miró, sorprendida. Una sonrisa enorme se le dibujó en la cara, como si acabaran de regalarle un cachorrito. David disimuló, pero algo en su expresión delataba simpatía.

La comida llegó, y con ella, la charla se volvió natural. David hablaba de sus entrenamientos y de un profesor que parecía sacado de una película de terror. Abi le pasaba lápices de colores a Gonzalo, que dibujaba caritas en el mantel de papel con dedicación. Constanza, en silencio por momentos, los observaba. Como si su alma necesitara registrar cada instante.

Al llegar el postre, Abi se acercó sin decir nada y apoyó la cabeza sobre el brazo de Gonzalo. Él solo la miró y le acarició el pelo con ternura, como si el gesto le saliera de toda la vida. David bajó la mirada, mordiéndose una sonrisa.

—Va en serio esto, ¿no? —dijo de pronto, con un tono más grave.

Gonzalo no apartó la vista.

—Mucho más de lo que creés.

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🌙 – “Nuestro propio hogar” 🏠

Más tarde, ya en casa, la noche se acurrucaba dentro del living como un gato tranquilo. Las luces estaban bajas, una copa de vino se enfriaba olvidada sobre la mesa, y Constanza se había descalzado, con los pies recogidos sobre el sillón. Gonzalo estaba a su lado, el brazo apenas apoyado en el respaldo, sin tocarla. Pero cerca.

—Nunca pensé que iba a poder volver a esto... —susurró ella, sin mirarlo—. A una vida donde todo no se sintiera frágil.

—¿Esto se siente frágil? —preguntó él, sin apuro.

—No. Se siente... tranquilo. Y eso me da miedo. Porque cuando algo es tan bonito... uno teme perderlo.

Gonzalo giró un poco más hacia ella.

—Yo no vine para irme, Connie. Vine para quedarme. Con vos, con los chicos... con todo lo que venga.

Ella bajó la mirada, como si tuviera miedo de dejarse caer en ese abismo dulce.

Él le tomó una mano, con suavidad. Y habló con el corazón en la garganta:

—Yo no sabía que era capaz de amar de esta manera. Pero ahora que lo sé… no quiero vivir de otra forma. No me importa si tenemos que ir despacio. Si hay que frenar. Solo quiero que me dejes estar.

Constanza sonrió, pero sus ojos brillaban de emoción contenida.

—Ya estás, Gonzalo. Estás en casa. Aunque todavía me cueste decirlo... este también es tu lugar.

Sus frentes se rozaron, como un gesto secreto. No se besaron. No hacía falta. En ese instante, el silencio lo decía todo.

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🏡 “¿Y si nos mudamos todos?”

Domingo al mediodía. El aroma a tuco aún flotaba en la cocina, aunque los platos vacíos ya estaban apilados en la mesada. La mesa estaba dominada por témperas abiertas, pinceles y hojas con manchas multicolores. Abi pintaba concentrada. David tomaba una gaseosa con desgano. Constanza y Gonzalo compartieron una mirada. Él asintió, casi con nerviosismo.

—Chicos… ¿puedo preguntarles algo importante? —dijo Gonzalo, con voz calmada.

David lo miró, curioso.

—Tiene que ver con nosotros —agregó Constanza—. Con todos.

—Estuvimos pensando —dijo él— que, tal vez, en algún momento cercano, podríamos irnos a vivir todos juntos. En una casa nueva. Que sea de los cuatro.

El silencio se volvió denso. Abi ni parpadeó. Seguía pintando con una gota de témpera en la nariz. David, en cambio, se enderezó.

—¿Sería como… una casa nuestra? ¿No suya? ¿Nuestra?

—Exactamente —dijo Gonzalo—. Cada uno con su espacio. Pero juntos.

David suspiró. Luego sonrió.

—Está bien. Pero yo elijo la habitación más lejos de ustedes, ¿ok? No quiero escuchar cosas raras a la noche.

Constanza soltó una carcajada. Gonzalo se llevó la mano al pecho, fingiendo estar herido.

Abi dejó el pincel. Caminó en silencio hasta Gonzalo, y sin decir una palabra, lo abrazó con fuerza. Luego lo miró con esos ojos gigantes de sabiduría infantil.

—¿Puedo llevar mis osos?

Gonzalo se agachó a su altura y le acarició el cabello.

—Tus osos, tus libros, tus dibujos… todo lo que quieras, mi amor.

Constanza los miraba, con una mezcla de asombro, ternura y gratitud en el pecho. En ese instante, la imagen de familia —esa que creía olvidada— estaba ahí. Con sus formas nuevas. Con cicatrices, sí. Pero también con una belleza innegable.

El futuro, por primera vez en mucho tiempo, no me daba miedo. Porque ya no lo imaginaba solo: lo imaginaba con ellos.




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