Constanza
El atardecer pintaba el cielo de tonos cálidos, como si el sol quisiera despedirse acariciando cada rincón del patio. Abigail estaba sentada en el borde del cantero, abrazando su oso de peluche. Sus ojos seguían la caída lenta de una hoja que flotaba en el aire, como si llevara un mensaje secreto.
Gonzalo y yo caminábamos tomados de la mano, en silencio, disfrutando de esa calma que solo el amor compartido puede dar. Al verla allí, tan quieta, sentí un nudo en el pecho y fruncí suavemente el ceño.
—Abi, mi amor… ¿qué hacés solita acá? —pregunté, intentando que mi voz sonara ligera, aunque sentía preocupación.
Gonzalo se inclinó un poco, mirándola a los ojos con esa ternura que siempre logra desarmarme.
—¿Te sentís bien?
Abigail levantó la mirada, y aunque no parecía triste, había algo en su expresión que empañaba su sonrisa habitual.
—Estaba pensando en papá Nicolás —dijo con voz bajita.
El silencio cayó pesado. El nombre de Nicolás flotó como una brisa densa que nos envolvía. Me senté a su lado y le acaricié la espalda con cuidado. Gonzalo se agachó frente a ella, con los ojos atentos y cálidos.
—¿Lo extrañás? —susurré, con el corazón encogido.
—Tengo miedo —confesó Abi, apretando su osito con fuerza.
—¿Miedo de qué, princesa? —preguntó Gonzalo suavemente.
—De olvidarme cómo era. Cómo hablaba. Cómo olía. Qué cosas me decía…
Sentí que mi pecho se partía en dos. Le tomé la manito con cuidado, como si pudiera protegerla de ese miedo tan grande.
—No te vas a olvidar, mi vida —dije con voz temblorosa—. Todo eso vive en vos. Cada palabra, cada gesto. Él está en tu corazón, y cada vez que lo recuerdes, aunque sea un poquito, va a estar con vos.
Gonzalo le puso una mano cálida en el hombro y habló con sinceridad:
—Y cada vez que sonreís, tu papá está ahí. Que yo esté acá no significa que tengas que olvidarte de él. Nunca querría eso. Al contrario… solo quiero seguir su legado, cuidándote, amándote, estando para vos, para David, y para tu mamá.
Abi me miró con los ojos abiertos, llenos de una confianza que me conmovió hasta lo más profundo.
—¿No te molesta que pensemos en él?
—No, al contrario —respondió Gonzalo—. Me duele que él no esté, pero me alegra que me haya dejado conocerlos. Ustedes son lo más importante que tengo.
Abigail bajó la mirada, pensativa. Apretó su osito, como buscando coraje.
—Gonza… —murmuró con timidez—. ¿Puedo decirte “papá”?
Sentí mis manos temblar y llevármelas a la boca. Gonzalo se quedó sin palabras, con el pecho apretado y los ojos brillantes. Las lágrimas comenzaron a rodar, y no era dolor… era amor puro.
—Sería un gran, gran honor para mí que me llames así —dijo él finalmente.
Y entonces ella se lanzó a sus brazos. Gonzalo la abrazó con fuerza, con una ternura infinita. Me uní desde el costado, envolviéndolos con mi abrazo, sintiendo que mi pequeña familia estaba completa, que aunque con cicatrices, había encontrado un nuevo equilibrio.
Desde el pasillo, David nos observaba. Nadie lo había notado. Sentí en su mirada una mezcla de sorpresa y algo más profundo… algo que estaba gestándose, un sentimiento que también quería decir lo que Abi acababa de decir.
David
Vi a Abi lanzarse a los brazos de Gonzalo. Supe que era un momento importante. No se trataba solo de ella… se trataba de todos nosotros.
Lo miré. Miré a mamá. Y vi cómo Gonzalo la abrazaba, cómo la rodeaba con cuidado, cómo me incluía sin decir nada. Respiré hondo. Algo se movió dentro de mí.
No estaba listo para olvidar a mi viejo. Nunca lo estaría. Pero también sentí algo distinto: la tranquilidad de que alguien más estaba allí, dispuesto a cuidarnos, a estar presente.
Di un paso hacia él. No sabía qué decir, así que solo lo miré a los ojos. Él me devolvió la mirada, firme, esperando. Y en ese instante comprendí que podía confiar. Que podía abrirme.
—Vi lo que pasó con Abi —dije en voz baja.
Gonzalo asintió, sin hablar, dejándome el espacio para sentir lo que necesitaba.
—Yo me acuerdo mucho de mi viejo —continué—. De cosas buenas… y de algunas no tanto. No era perfecto, pero era mi viejo. Me enseñó a patear una pelota, a no rajarme cuando todo se ponía jodido, a darlo todo por nosotros.
Hice una pausa. Bajé la vista. No era fácil hablar de esto. Gonzalo se quedó en silencio, respetando cada palabra.
—Desde que vos estás… la casa es distinta. Mamá está más tranquila. Abi volvió a reírse. Y yo… me siento acompañado. No sé si estoy listo para olvidarme de mi viejo. No quiero. Pero también… siento que te ganaste un lugar.
Gonzalo dio un paso hacia mí. Me miró directo a los ojos y su voz fue firme:
—David, no vine a reemplazar a tu papá. Nadie puede, ni debe. Pero si alguna vez necesitás algo… lo que sea… acá estoy. Para alentarte desde la tribuna, para hablar cuando tengas dudas, para decirte que estoy orgulloso. Y si algún día, aunque sea una vez, querés llamarme papá… sería un honor. Solo si lo sentís de verdad.
Lo miré largo, y finalmente, sin decir nada más, me acerqué y lo abracé. No era un abrazo largo, ni efusivo, pero era sincero. Firme. Un puente entre dos mundos que comenzaban a unirse.
—Te lo digo una sola vez —susurré, con voz grave—. Pero lo digo porque me sale de adentro.
—Gracias, papá.
Y con eso, supe que algo dentro de nuestra familia había cambiado para siempre.