Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

De madre a madre, de corazón a corazón..

Constanza..

Esa noche, después de la propuesta, me escapé un rato al fondo de la casa. Necesitaba aire. El jardín estaba iluminado con esas lucecitas chiquitas que parecían luciérnagas, y el olor a pasto húmedo me pegaba directo en el pecho. Tenía el anillo puesto, brillando como si no me dejara olvidarme de que era real, pero yo todavía no podía procesar nada.

Me senté en un banco de madera, con las manos apretadas en el regazo, como si así pudiera mantenerme entera. Sentía que si me aflojaba un poco, me iba a desarmar.

De golpe, la vi venir. Patricia. Caminaba despacito, con dos tazas de té en las manos, como esas mamás que aparecen justo cuando una más lo necesita. No dijo nada al principio, solo me alcanzó la taza con una sonrisa tranquila, de esas que no te juzgan, que no piden explicaciones.

—No hay noche sin quilombo antes del milagro… —me dijo bajito—. Eso decía mi abuela.

Solté una risa floja, más por descarga que por gracia, y tomé un sorbo de té. Estaba caliente, me temblaban las manos.

—No pensé que me iba a doler tanto —le confesé, sin mirarla—. Ni que al mismo tiempo pudiera sentirse tan… correcto.

Patricia me sostuvo con la mirada. Yo bajé los ojos.

—No quiero que nadie crea que me olvidé de Nicolás. O que cambié de amor como quien cambia un sillón de lugar.

Ella suspiró despacio y me acarició la mano.

—Connie… nadie que haya amado de verdad puede juzgarte por volver a amar. Yo sé cuánto te quiso mi hijo. Y también sé que él nunca hubiera querido verte convertida en una estatua. Él quería que siguieras viva, riéndote, como hoy.

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Gonzalo es otra historia… —balbuceé—. Me costó aceptarlo, Paty. Me enojé con Dios, con mis hijos, conmigo… Y ahora tengo miedo. Miedo de ser feliz.

Ella me apretó más fuerte la mano.

—Ese miedo es la prueba de que vas por buen camino. Los amores valientes siempre asustan un poco. Pero si tus hijos sonríen y tu corazón late fuerte, Connie… eso no es traición. Eso es vida.

Ahí me quebré. No pude más. Me abracé a ella como a una madre que nunca tuve. Y en ese abrazo sentí algo nuevo: que no estaba traicionando a Nicolás, estaba honrándolo. Porque gracias a él, y al amor que compartimos, yo aprendí a amar así de grande.

—Gracias —le susurré entre lágrimas—. Gracias por no soltarme nunca.

Ella me acarició el pelo, como si fuera su hija. Y en ese momento supe que no solo estaba ganando un marido… también estaba ganando otra mamá.

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☕ El peso del pasado y la libertad del presente

Unos días después, me senté frente a Horacio en un café. Era él quien había pedido hablar. El lugar estaba casi vacío, con esas paredes de madera oscura que hacen creer que todo es más cálido de lo que en realidad es. Pero ahí, entre los dos, no había calor. Solo un frío pesado.

Yo jugaba con la cucharita de la taza. Él me miraba fijo, con el ceño fruncido.

—No entiendo cómo podés olvidarte de Nicolás tan fácil —me largó, sin anestesia—. ¿Qué clase de mujer sos para hacerle esto a su memoria?

Sentí la bronca treparme por la garganta, pero no levanté la voz. Lo miré derecho a los ojos.

—No, Horacio. Yo no me olvidé de Nicolás. Ni podría. Pero vos no tenés derecho a hablarme así. Porque cuando tu hijo estaba vivo, ¿dónde estabas vos? Nunca. Y cuando murió, tampoco.

Él apretó los labios, pero yo seguí.

—Yo lo amaba. Con todo. Lo sostuve en cada caída. Y sí, también aprendí a amar tus ausencias, porque nunca estuviste. Ahora venís a pararte frente a mí como si fueras el guardián de su memoria, cuando ni siquiera supiste ser su papá.

Horacio bajó la mirada, incómodo. Yo respiré hondo.

—Durante dos años me hice pedazos llorando. Me levanté sola. Cuidé a nuestros hijos sola. Y vos… brillabas por tu ausencia. Ni una llamada. Ni un abrazo. Nada. Y ahora me venís a decir que no puedo ser feliz… ¿sabés qué? Ya no te lo permito.

Hice una pausa. Y con la voz más suave, pero firme, le dije:

—Yo nunca voy a olvidar a Nicolás. Lo veo todos los días en David, en Abi. Pero también aprendí que se puede amar otra vez. Y si vos no podés con tu culpa, no me la quieras pasar a mí.

Me levanté, colgué la cartera del hombro y lo miré una última vez.

—La vida sigue, Horacio. Yo sigo. Y vos ya no tenés poder sobre mi vida ni sobre la de mis hijos. Ojalá algún día encuentres la paz que te falta.

Me fui caminando despacio, con paso firme, sin mirar atrás. Afuera todavía había sol, como si la tarde también me estuviera esperando.

Atrás quedó Horacio, clavado en esa silla, con la taza fría delante. Yo, en cambio, salí libre. Más liviana. Por primera vez en mucho tiempo, libre.

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