Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Los días antes del si

El sol de la tarde entraba por los ventanales del living de Luis e Idalia, tiñendo de oro las guirnaldas que colgaban sobre las paredes. La mesa, vestida con un mantel a cuadros, ofrecía café recién hecho, medialunas calentitas y alfajores caseros. El aire olía a hogar.

Todos estaban sentados en semicírculo: Julieta con Diego y Soledad, Ezequiel con Mariana, y al frente, Constanza junto a Gonzalo. Ella tenía las manos entrelazadas sobre su falda, con los dedos algo temblorosos. Gonzalo la miraba con ternura, como si todo el universo se redujera a esa sala y a esa mujer.

Constanza se aclaró la voz.

—Queríamos… —empezó, con una sonrisa tímida— agradecerles por estar acá. Y no solo hoy. Por todo lo que hicieron por nosotros. Cada uno, a su manera, fue sostén, faro… y refugio.

Gonzalo le acarició la mano suavemente, completando la frase:

—Yo llegué a esta familia con el corazón bastante roto… y encontré algo que nunca pensé que iba a tener: pertenencia. Amor sincero, calor de verdad. Y no solo por Coni, sino por todos ustedes.

Los presentes intercambiaron miradas cargadas de emoción. Constanza respiró hondo y se incorporó apenas en la silla.

—Nuestra boda no sería lo mismo sin ustedes cerca. Pero no solo como invitados. Queremos que estén más cerca todavía. Que sean testigos de todo este camino que recorrimos.

Gonzalo se puso de pie y, con una sonrisa nerviosa, fue repartiendo pequeñas cajitas a cada uno.

—Queremos pedirles algo muy especial —dijo, mirando a todos con cariño—. Que sean nuestros caballeros y damas de honor.

Los murmullos se mezclaron con el sonido del papel rasgado y los “ay” de sorpresa. Dentro de cada caja había una pulserita con sus nombres grabados, y una tarjetita escrita a mano: “Gracias por ser parte de nuestra historia. ¿Nos acompañás al altar?”

Julieta fue la primera en romper el silencio, con la voz temblorosa y los ojos inundados.

—¡Ay, claro que sí! Me hacés llorar, Connie…

Diego, con un nudo en la garganta, bromeó mientras se frotaba los ojos:

—Yo dije que no iba a llorar, pero esto me pasa por no traerme los anteojos de sol.

Mariana se levantó y abrazó fuerte a su hermana.

—Es un honor, hermanita. Te merecés todo esto y muchísimo más.

Ezequiel se acercó a Gonzalo, le estrechó la mano con firmeza y lo miró a los ojos.

—Gracias por amarla como se merece.

Soledad, conmovida, acarició el rostro de Constanza.

—Tus viejos estarían tan orgullosos de vos… Y yo también. Cuenten conmigo, siempre.

Un silencio tierno cubrió la sala hasta que Abi, con su vocecita tímida pero firme, se animó a hablar:

—Yo… estoy muy feliz. Porque ahora somos una familia grande de verdad.

La frase, tan simple y pura, desarmó a todos. Constanza la abrazó enseguida, dejando que las lágrimas rodaran libremente.

David, con los brazos cruzados y un intento de hacerse el fuerte, intervino con media sonrisa:

—Bueno… yo solo espero que en la fiesta no me hagan bailar demasiado. Pero posta… me encanta verlos así. Se lo re merecen.

Las risas se mezclaron con más lágrimas, aflojando la tensión. Constanza ya no podía hablar. Las lágrimas le brillaban en las pestañas.

—Gracias… —murmuró, con la voz quebrada— No hay palabras que alcancen. Pero sí una promesa: este amor que estamos construyendo… es para siempre. Y nos alegra que estén al lado nuestro el día que demos ese paso.

El abrazo grupal fue inevitable. Risas, lágrimas, pellizcos y palabras atropelladas se mezclaron con el olor a café y medialunas. La escena parecía sacada de una postal: familia, amor, historia compartida.

Y en medio de todo, Constanza y Gonzalo, rodeados de quienes los vieron crecer, caer y volver a levantarse… daban el primer paso hacia un “para siempre” que ya se sentía tan presente como el sol que entraba por la ventana.

Continuará




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