Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

La manipulación de rocio

Nunca me gustaron los cafés chicos, esos donde parece que todos te miran apenas entrás. Pero esa tarde fui igual. Constanza había recibido el llamado de Horacio y algo en su tono la dejó intranquila. Yo no estaba convencido, pero decidí acompañarla. No iba a dejarla sola, no después de todo lo que habíamos pasado.

Entramos. El lugar olía a café fuerte y madera vieja. En una mesa al fondo, Horacio estaba sentado, con el saco mal acomodado y los dedos inquietos sobre la taza vacía. No era el mismo hombre altivo que había visto en el compromiso, ese que nos había juzgado sin piedad. Parecía gastado, vulnerable.

—Gracias por venir —dijo apenas nos vio, levantándose torpe.

Constanza le devolvió un gesto cortés. Yo me limité a asentir, aunque por dentro la desconfianza me hervía.

—Quería pedirles disculpas —arrancó, con la voz ronca—. No estuve bien con ustedes. En el compromiso… hablé desde un lugar que no era mío.

Me tensé. —¿A qué se refiere? —pregunté, sin darle tregua.

El tipo respiró hondo, bajando la mirada. —Hubo alguien que me envenenó la cabeza. Una mujer… Rocío.

Sentí que la sangre me hervía. El nombre me golpeó como un cachetazo. Apreté los dientes para no insultar ahí mismo.

—¿Qué te dijo? —soltó Constanza, con esa calma valiente que siempre me deja sin palabras.

—Que vos, Constanza, habías olvidado demasiado rápido a Nicolás. Que Gonzalo era un tipo de conquistas fáciles, que buscaba poder y que los chicos eran parte de ese juego. Y yo… como un idiota, le creí. Me llené de bronca, de culpa por mi hijo… y terminé atacándolos a ustedes, que son los que lo honran de verdad cada día.

Las manos me temblaban bajo la mesa. Rocío. Siempre Rocío, apareciendo como sombra para ensuciar lo que tocamos. Pero lo que más me hervía no era su veneno, sino que Horacio hubiera dudado de Coni, de los chicos, de mí.

Constanza se quedó en silencio unos segundos, mirándolo fijo. Y después habló, con esa voz suave pero firme que me hizo enamorarme de ella.

—Usted tiene razón en algo, Horacio: sus palabras nos lastimaron. Pero hay algo que yo tengo más claro que nunca. Nicolás no fue borrado. Está en cada paso de mis hijos. Y si hoy estoy acá es porque aprendí que el amor no se agota. Se transforma. Gonzalo no vino a ocupar un lugar vacío. Vino a caminar al lado nuestro.

Yo no dije nada. Solo le tomé la mano debajo de la mesa, fuerte. Ella me apretó de vuelta. Y en ese gesto estaba todo: la rabia, la herida… pero también la certeza de que nadie, ni Rocío, ni Horacio, ni nadie iba a movernos de lo que estábamos construyendo.

Horacio bajó la vista. Y por primera vez, lo vi llorar.

--Horacio...

Todavía me tiembla el cuerpo cuando lo recuerdo. Caminaba hacia ese banco en el parque como si fuera un condenado. Llevaba el termo bajo el brazo y dos vasitos plásticos en la mano, como excusa barata para disimular los nervios. Pero sabía que no había mate que me salvara: lo que iba a pasar ese día era definitivo.

Los vi venir de lejos. David, alto, con esa manera seria de caminar que me hizo pensar en su viejo, pero más endurecido, como un pibe que tuvo que crecer antes de tiempo. Y Abi… mi Dios, Abi. Tan parecida a Nicolás de chiquita. Con su peluche apretado al pecho, caminando despacito, con esos ojos que te atraviesan sin decir una palabra.

Me paré enseguida, torpe, con una sonrisa que me salió más temblorosa de lo que quería.

—Hola… gracias por venir —alcancé a decir.

Abi fue la primera en hablar. —Mamá dijo que querías vernos. ¿Es verdad?

Se me hizo un nudo en la garganta. Me arrodillé como pude, con los huesos protestando, para estar a su altura.

—Sí, mi amor. Es verdad. Yo… los lastimé al no estar. Cuando su papá… cuando Nico se fue, me encerré en mi dolor y me olvidé de ustedes. Y eso fue lo peor que pude haber hecho.

Abi me miró largo rato, seria. Y después, con esa vocecita finita pero clara, me hizo la pregunta que me partió en dos:

—¿Nos vas a volver a olvidar?

Sentí que el mundo se me caía encima. Tragué saliva y le tendí la mano, temblando.

—No. No, mi vida. Si ustedes me dejan, quiero empezar de nuevo. No como antes. Distinto. Aprender a estar, aunque me equivoque. Pero no desaparecer nunca más.

En ese momento David se acercó. Lo vi mirarme con esos ojos llenos de enojo, pero también con algo más… una ternura contenida que me recordó a su viejo.

—¿Y por qué recién ahora? —me dijo, firme.

No tuve más remedio que decir la verdad. —Porque fui un cobarde. Porque me ganó el dolor. Y porque no supe pedir perdón antes.

Él apretó la mandíbula. —Yo me enojé mucho con vos. A veces todavía lo estoy. Pero… también sé lo que haría papá.

—¿Qué haría? —pregunté, casi en un susurro.

—Te perdonaría. Porque aunque ustedes no se llevaban tan bien, él nunca dejó de quererte.

Se me nubló la vista. No pude evitarlo. Las lágrimas salieron solas.

Y ahí pasó lo que nunca pensé. Abi dio un pasito y me abrazó. Suavecito, con esos bracitos flacos, como si tuviera miedo de que yo me deshiciera.

—Yo sí quiero —me dijo bajito—. Pero no te desaparezcas nunca más.

La abracé fuerte, sintiendo que me devolvía la vida. Y David, desde atrás, me regaló una media sonrisa.

—Podés venir al partido del sábado. Gonzalo siempre va. Ahora él es como… bueno, ya sabés.

—Sí, hijo —le dije, llamándolo así sin pensarlo. Y no me corrigió—. Y me alegra. Él es un buen hombre.

—Lo es. Pero si querés ser parte… vas a tener que demostrarlo.

Asentí, sin dudar. —Lo voy a hacer. Todos los días, si me dejan.

Nos sentamos los tres en ese banco de madera, compartiendo un silencio raro. No éramos familia perfecta, ni de cerca. Pero había algo nuevo, una puerta que se abría. Y yo, que tantas veces llegué tarde en la vida, por primera vez sentí que todavía estaba a tiempo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.