Segundas oportunidades. El amor que no esperaba

Loto-silva

El regalo de David y Abi — “Ahora también somos Silva”

La tarde anterior al casamiento estaba sentado en el escritorio, con Diego repasando unos papeles. Fingía concentración, pero la verdad es que me temblaban los dedos. Los nervios me estaban comiendo vivo.

—¿Seguro que no querés un whisky? —me dijo Diego, medio en broma.
—No, necesito la cabeza clara —le contesté, aunque en realidad lo que necesitaba era que me dejaran de dar vueltas en la panza.

Entonces sonó la puerta. Diego fue a abrir, y cuando volvió entraron David y Abi. De la mano. Sonrientes, con esa complicidad que tienen entre ellos. Ella escondía algo contra el pecho, una carpeta celeste envuelta con una cinta roja.

—Tenemos algo para vos —me dijo David, mirándome fijo a los ojos.

Yo no entendía nada. Me levanté del escritorio. Abi se acercó, abrazando la carpeta como si fuera un tesoro.

—Tenés que abrirlo vos, solo.

Diego entendió al instante. Nos guiñó un ojo y se retiró, dejándonos a los tres.

Yo… no sé cómo explicar lo que sentí. El silencio era tan grande que juraría que se escuchaban mis latidos. Con las manos temblorosas desaté la cinta y abrí la carpeta. Adentro había una carta. Una hoja escrita a dos manos, con esa mezcla de letra prolija y juvenil que reconocí enseguida.

> “Querido Gonzalo:
Desde que llegaste, nuestras vidas cambiaron. No solo hiciste feliz a mamá, sino que nos enseñaste lo que es sentirse seguros, queridos, protegidos.
Por eso, queremos que de ahora en más no seas solo el hombre que amamos como a un papá, sino nuestro papá de verdad.
Con la ayuda de Julieta y el tío Diego, hicimos esto.
Si vos firmás… ya no vamos a ser solo David y Abi Loto.
Vamos a ser David y Abi Loto Silva.”

El papel me temblaba en las manos. Y ahí abajo, dentro de la carpeta, estaban los formularios listos. Con sus nombres. Solo faltaba una firma. La mía.

Y había dibujos también. Abi había hecho tres muñequitos tomados de la mano: uno alto de pelo oscuro (yo), otro con trencitas y sonrisa (ella), y otro con una pelota de fútbol (David). David, en cambio, me había dejado un dibujo tosco pero fuerte: una camiseta de Boca, el número 10, y atrás, “Silva”.

Me quebré. No pude aguantarlo. El llanto me salió de golpe, me arrodillé frente a ellos porque el peso del amor me aflojaba las piernas.

—No sé qué decir… —murmuré, ahogado.

Abi no me dejó reaccionar. Se me colgó del cuello, apretándome fuerte.
—Decí que vas a firmar.

David, más serio, con los ojos húmedos pero firmes, agregó:
—No sos nuestro reemplazo. Sos nuestro papá. Porque elegiste estar. Y porque nosotros te elegimos a vos.

Me puse de pie, tomé la lapicera que venía en la carpeta y firmé. No lo dudé un segundo. Una lágrima cayó justo sobre la última letra de mi apellido. Silva.

—Ahora sí —les dije, con la voz rota pero convencida—. Nunca más voy a soltarlos. Soy el hombre más feliz del mundo.

Abi me acarició la cara, suave, con esa ternura que te desarma.
—Te amamos, papá.

Y yo los abracé a los dos, fuerte, como si no existiera nada más en el mundo. En ese abrazo ya no había pasado, ni dudas, ni fantasmas. Ya no éramos “vos, yo y mamá”.

Ahora éramos familia. De verdad. Para siempre.

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“Desde el respeto” 🤜🏻🤛🏻

La tarde estaba gris, con esa luz que hace que el tiempo parezca detenerse. Yo había llegado al café de siempre, pedí dos pocillos, y me senté junto al ventanal. Uno era para mí. El otro, para Horacio.

A las cinco en punto entró. Traje gris, paso firme. Se acercó sin dudar y se sentó frente a mí. Nos dimos la mano, breve, firme, sin palabras.

—Gracias por venir —dije. Quería esta charla a solas, como hombres. Como padres. Y, en el fondo, como lo que espero que podamos ser algún día: familia.

Él no interrumpió. Tomó un sorbo de café y esperó.

—Sé que al principio fue difícil. Y entiendo tu reacción en el compromiso. Yo también me habría enojado si sentía que estaba perdiendo algo tan importante sin entenderlo.

—Sí —admitió él, bajando la vista—. Me ganó el dolor.

Asentí. Me incliné hacia adelante.

—Yo no conocí a Nicolás. Cuando él entró en la vida de Constanza, yo estaba en otra parte del mundo, escapando de lo mío. Y cuando volví, ella ya lo había perdido. Nunca busqué enamorarla. Solo quise entenderla. Y en el camino… terminé amándola. Profundamente. Vi en ella una mujer con cicatrices y una luz increíble. Y vi en tus nietos a dos chicos que no pedían otra cosa que amor. Constancia. Un hogar.

Horacio me miraba fijo. No me cortó.

—¿Y Nicolás? —me preguntó, con la voz ronca—. ¿Dónde lo dejás vos?

No dudé.
—En cada paso que doy. Nicolás está en Abi, en David. Está en la memoria de Constanza. Nunca voy a borrarlo. Lo que tengo con ella no reemplaza nada. Solo continúa. Solo suma.

Él respiró hondo, tragando duro.

—No pensé que alguien pudiera hablar de mi hijo con ese respeto.

Yo sonreí apenas.
—Porque aprendí que no se construye amor sobre el olvido. Y quiero contarte algo más. Ayer… David y Abi me trajeron una carpeta celeste, con una cinta roja. Adentro había una carta. Me pedían que los adopte. Ya tenían los papeles listos. Solo faltaba mi firma. Y firmé. No por obligación. Porque los amo. Porque me siento su padre desde hace tiempo, pero ahora… también lo soy en papel.

Los ojos de Horacio se humedecieron. Miró hacia la ventana para disimular, pero no pudo.

—Van a tener un gran padre —susurró—. Lo supe desde que vi cómo mirabas a Constanza y cómo cuidabas a los chicos. Pero no estaba listo para verlo sin sentir que me arrancaban a Nicolás.

—Nadie lo arranca —le dije, con toda la calma que pude—. Él siempre va a estar. En sus recuerdos, en sus fotos, en cada gesto. Y yo voy a nombrarlo. Siempre. Porque me parece la forma correcta de honrarlo.

Horacio apoyó su mano sobre la mía. Tenía lágrimas en los ojos, pero paz en el rostro.




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