Seis Máscaras

Capítulo 8

 

 

 

Tomás y los demás habían descubierto que el demonio y la bestia que los había atormentado desde hace siglos era el mismo. Orinimun se llamaba aquella oscura entidad que ansiaba con todo su maldad, ser un humano. Más demonio había nacido y demonio debía de morir.

—Debemos de hallar la forma de mandar a ese demonio al infierno nuevamente —habló Yolanda, quien estaba sentada en una silla en la estación de policía.

Ese día habían enterrado al párroco del pueblo, su reemplazo aún no había llegado y todos se preguntaban si algún día volverían a tener otro cura. El rumor de la repugnante muerte de éste, había sido corrido de un lugar a otro.

— ¿Y cómo se supone que haremos eso? —Inquirió Reinaldo, el comisario—. Ni siquiera sabemos cómo invocar un demonio, mucho menos sabremos cómo enviarlo nuevamente a su lugar de origen.

—Tal vez el nuevo cura lo sepa —sugirió Abel, recostado contra el marco de la puerta.

Tomás observaba por la ventana, su cabeza estaba en otra parte. Sus pensamientos recordando las palabras escritas en aquel pergamino, que su madre había protegido con tanto esmero, en un intento de romper la maldición que los había mantenido prisioneros desde antaño. El oscuro secreto de su abuelo volviendo a su memoria, estremeciéndolo una y otra vez. El último suspiro de esperanza haciéndolo pedazos.

Un temblor hizo que todo el suelo se sacudiera, varios oficiales cayeron al suelo, otros gritaron sujetándose de las sillas o la mesa. Tomás había caído pesadamente al suelo, golpeándose la cabeza en el proceso.

— ¿Pero qué fue eso? —gritó el comisario sobresaltado.

Todos se levantaron, apresurándose a llegar a la salida de la estación, donde vieron desde la distancia, una multitud de personas dirigiéndose a toda prisa hacia la iglesia del pueblo. Una humareda oscura se alzaba hasta el cielo, consumiendo con la construcción. Causando que muchos fieles de Dios cayeran de rodillas al suelo, llorando, algunos suplicando perdón y otros rezando.

Varios alaridos hicieron que los oficiales de policía voltearan su cabeza hacia la izquierda, donde vieron perplejos, los cuerpos de tres personas colgadas desde un árbol grande en el medio de la plaza. Sus cuerpos habían sido cortados por la mitad: siendo colgadas desde la cabeza hasta el torso, mientras que la mitad inferior se encontraban esparcidas por el suelo, desmembradas.

Abel se acercó hasta los pedazos desmembrados en el suelo, notando las palabras escritas con sangre: “No puedes esconderte por siempre”. Levantó su pie y la esparció por la sangre aun fresca, borrando el mensaje.

— ¿Qué decía el mensaje? —preguntó Yolanda, acercándose.

—Que falta poco.

— ¿Poco para qué?

Abel se encogió de hombros antes de acercarse a Tomás y Benito que observaban los restos de lo que había sido la iglesia.

Yolanda frunció el ceño, había algo extraño en el comportamiento de Abel, sin mencionar que era un fantasma del pasado condenado a estar entre los vivos. Su apariencia no coincidía con la de un espectro, sino que se veía como si todavía fuese un humano.

— ¿Qué tanto miras a Abel?

Yolanda volteó sobresaltada, estaba tan concentrada en sus pensamientos que no había notado que el comisario se había acercado a ella.

—No confió en él —dijo, observando al mencionado—. Es como si estuviese ocultando un secreto.

El comisario lo miró fijamente unos segundos.

—Estaré al pendiente de él —susurró—. Tampoco me fio de sus palabras.

Varias horas después, el pueblo de Villa Malgama se encontraba sumido en un profundo silencio, casi como si fuese un pueblo fantasma. Los oficiales de policía se habían ido a sus casas a descansar. Abel y el comisario se quedaron en la estación. El primero no tenía otro lugar a dónde ir, y el segundo se negaba a quitarle el ojo a aquel fantasma del pasado.

Un solitario ser se paseaba por las calles, su débil cuerpo tambaleándose en cada paso. Su mente torturada miles de veces se sentía desorientada, perdida en los carteles de las esquinas de las aceras. Los tortuosos recuerdos volvían a su destrozada memoria, como si de un balde de agua helada se tratara. El cansancio invadiendo sus extremidades. No obstante, sabía dónde debía ir, su subconsciente lo sabía.

Un suave ruido en las dobles puertas principales de la estación despertó a Reinaldo, quién se había quedado dormido con los nervios carcomiéndole las entrañas. Se enderezó en la improvisada cama que había hecho con dos sillas y apartó su campera que le cubría las piernas. Miró alrededor hasta localizar a Abel quien se mantenía sentado en la misma posición que cuando se había quedado dormido. Sus ojos avellana estudiándolo con atención.

El suave sonido en la puerta volvió a escucharse y Reinaldo se levantó para abrirla. Su cuerpo quedando congelado en el lugar, su rostro sorprendido. Frente a él se encontraba quién menos pensaba.

—Raúl —susurró atrayendo la presencia de Abel, quién se mantenía a sus espaldas observando al recién llegado.

Raúl se tambaleó hasta perder el equilibrio y si no fuera por el comisario que lo sostuvo firme del brazo, se hubiera estampado con fuerza sobre el piso. Reinaldo pareció recuperarse del sobresalto inicial y lo ayudó a entrar en la estación, donde lo hizo sentarse en una silla.

El recién llegado parecía a punto de desfallecer en aquella silla de oficina, Abel le había acercado rápidamente un vaso de agua y algunas galletas que había encontrado en un cajón del escritorio de Yolanda. Raúl tomó casi toda el agua y casi se traga enteras las galletas, pero fue detenido por su jefe.

—Tranquilo muchacho —dijo suavemente el comisario.

Raúl lo miró con sus cristalinos ojos tan azules como el cielo en un día de verano. Las lágrimas no tardaron en hacerlo quebrar en un llanto tan angustiado y desgarrador. Los fuertes brazos del hombre frente a él lo acogieron como un padre a un hijo.



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En el texto hay: maldicion, asesinato, terror

Editado: 02.05.2023

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