—Tomás —susurró Raúl, sus ojos desorbitados recordando el tormento que había vivido estando en cautiverio.
El demonio frente a ellos, los observaba con atención. Su cuerpo y rostro eran el de Tomás Zabala, el oficial de policía que había estado ayudando todo ese tiempo a encontrar al mal que los estaba atormentando. Cuando en realidad, la misma maldad se había apoderado de él desde hacía mucho tiempo.
Aquel oscuro secreto que había estado guardando desde pequeño reflejando en sus ojos color fuego. Desde el principio había querido negarse a la oscuridad, sin embargo, ésta terminó consumiéndolo poco a poco. La sed de sangre venciendo su fuerza y voluntad corrompida.
Su rostro destilando maldad, con la piel despegada en algunas partes, mostrando la carne fresca debajo, algunos hilos de sangre corriendo por ella.
Tomás sonrió malévolamente, antes de desaparecer frente a sus ojos.
El sol estaba comenzando a salir por el horizonte, reflejando los rostros pálidos de Reinaldo, Abel y Raúl.
— ¿Fue él verdad? —Preguntó el comisario—. ¿Fue Tomás quién te encerró en aquel sótano?
Raúl asintió con la cabeza.
—Fue Tomás sí —habló con voz apagada—. Después de las primeras muertes, apareció en mi casa y…
—Tranquilo —dijo Reinaldo, apoyando una mano sobre sus hombros al notar que había comenzado a temblar.
Después de algunas horas, comenzaron a llegar los demás: Benito en primer lugar con apariencia relajada y Yolanda después, su rostro libre de aquella ojera que traía tras varios días sin haber podido dormir bien.
Los ojos de la mujer se detuvieron unos segundos en aquel hombre rubio de ojos azules que descansaba cual mártir sobre el respaldar de una silla. Sus pasos deteniéndose en seco al darse cuenta de su identidad.
— ¡Tú! ¿Q-qué estás haciendo aquí? —su voz quebrándose al recordar las múltiples muertes ocurridas en el pueblo, y la que posiblemente marcó su vida, la muerte del cura.
Antes de que todos pudieran reaccionar, la mujer de cabellos oscuros, sacó su arma reglamentaria y la apuntó hacia el dueño de sus tormentos.
— ¡Te voy a matar maldito desgraciado!
— ¡Yolanda, espera! —Gritó Reinaldo parándose frente a Raúl, cubriéndolo con su cuerpo—. No es lo que parece.
— ¿Qué no es lo que parece? ¡Este malnacido mató a mi sobrina! —la voz de la joven temblaba, pero su mano se mantenía firme sobre el gatillo del arma, lista para lanzar el primer disparo.
—Míralo bien —pidió su jefe—. ¿En verdad crees que un hombre en tan mal estado, hubiera sido capaz de realizar actos de fuerza?
Yolanda recorrió con la mirada el cuerpo descubierto por el comisario, notando lo delgado y maltratado que estaba Raúl. Lucía como si no hubiera comido en días, los huesos sobresalían puntiagudos debajo de la carne, la ropa le quedaba demasiado grande, sus ojos se veían enormes en su rostro seco.
—Fue Tomás quién me encerró en un sótano a las afueras del pueblo —dijo Raúl, interrumpiendo sus pensamientos.
Yolanda miró sus cristalinos ojos, notando los destellos de luz y sombras, pero también había algo más, algo que la hacía dudar y que nadie más podía notar.
—Tomás es la bestia —susurró el antiguo compañero de Tomás.
Un recuerdo invadió la mente de Yolanda en ese momento:
— ¿Estás seguro? —le había preguntado a Tomás, después de haber encontrado el papel en la iglesia, donde les decía que la bestia y el demonio eran la misma entidad.
—No hay otra manera —susurró Tomás, sus ojos llenos de angustia.
Yolanda lo abrazó tan fuerte que creyó que le rompería los huesos.
—Te salvaré —dijo tan bajo, que apenas se pudo escuchar—. Lo prometo.
— ¡Mientes! —rugió enfadada—. Tomás no es malo.
—Yolanda —la llamó Benito, acercándose a ella.
—Los tres hemos visto al demonio frente a la calle antes de que salga el sol —explicó Reinaldo—. Era Tomás.
—No —sollozó la mujer, sus manos temblando de la frustración ¿cómo explicarles lo que realmente estaba pasando?
Abel apoyó una mano en su hombro apretando suavemente, Yolanda lo miró a los ojos dudando. El fantasma la abrazó inesperadamente para sorpresa de todos. “No estás sola”, le susurró con los labios pegados en su oreja para que nadie más lo oyera.
El comisario frunció el ceño al ver aquel acto tan humano frente a sus ojos, dado que Abel era un fantasma que hasta ese momento no había demostrado emoción alguna. Sin embargo, después de haberse mantenido apartado todo ese tiempo, observando en silencio los acontecimientos ocurridos, le brindó un consuelo a una mujer que lo necesitaba con desespero.
Raúl permaneció en silencio, observando a la mujer que había sido su colega en el pasado, notando lo transformada que estaba, ya no era aquella mujer de espíritu débil a la que se le podía manipular fácilmente. Algo había cambiado en ella, su espíritu se notaba más fuerte que nunca.
Dos días después, la vida en Villa Malgama corría tan normal como era posible, las muertes habían mermado y una paz tensa se respiraba en el aire. Los pueblerinos sabían que algo grande se estaba avecinando, el ambiente se notaba sosegado, demasiado para el gusto de cualquiera y eso definitivamente no podría ser bueno.
—Hoy viene el nuevo párroco —dijo Reinaldo, sentándose pesadamente frente a su escritorio—. Me lo acaban de confirmar.
Benito, Abel y Raúl se encontraban en la misma oficina, pero Yolanda no se había presentado al trabajo esa mañana. Tampoco había contestado las llamadas de sus compañeros, su teléfono estaba fuera de línea.
— ¿Sabes algo de Yolanda? —preguntó a Benito, quien era muy allegado a su compañera desde que eran infantes.
—Pasé por su casa antes de venir, pero no estaba.
—Aun no supera lo de Tomás —dijo Raúl, su semblante había mejorado bastante, su cuerpo poco a poco iba recuperando tonicidad y fuerza. Las ojeras que cubrían su rostro casi habían desaparecido por completo, la ropa ya no le quedaba tan holgada y su voz ya no sonaba asustada a punto de romper en llanto en cada sobresalto.
Editado: 02.05.2023