HEATHER
-La primera y última vez-
Melbourne, Australia.
Respiro hondo justo cuando el pincel y un frasco de pintura caen al suelo de madera, tiñéndolo de azul.
Respira, Heather, respira, me repito como si fuera un mantra, aunque mi pecho late demasiado rápido para obedecer.
El caos se multiplica cuando mi móvil empieza a vibrar sobre la mesa con el nombre de mi madre iluminando la pantalla. Dejo escapar un quejido mientras corro hacia la cocina a buscar un fregón. El sonido de mis pasos contra la madera parece acentuar el desastre.
Cuando regreso, tropiezo con el caballete y caigo de lleno al piso, arrastrando conmigo el lienzo a medio terminar. El golpe resuena por toda la casa vacía, haciéndome sentir más sola de lo que estoy.
—¡Mierda! —mascullo, y sin pensarlo respondo la llamada desde el suelo.
—¿Hola?
—Hola, mamá.
—Heather, ¿cómo estás?
—Estoy bien —miento, y la palabra me sabe hueca.
—Me alegra escucharte.
—¿Está todo bien? —pregunto, deseando cortar la conversación cuanto antes.
—Sí, cariño, es solo que tu padre te extraña mucho —dice. Escucho su voz al fondo, llamándome con entusiasmo.
—¡Hola, hija! —grita, y me imagino a mi madre intentando pasarle el teléfono mientras él insiste en hablar—. ¿Qué te parece si la semana entrante vamos a cenar en familia?
—Claro, sí —respondo de forma automática, con la culpa pinchándome el estómago.
—Y podrías aprovechar para presentarnos a tu novio. ¿Ya viven juntos?
La frase me deja helada. No sé qué responder.
—¿Heather, sigues ahí?
—Sí... sí, mamá. Bien, escucha, tengo que colgar.
—Ok, bebé, hablamos luego. ¡Te amo! —y cuelga antes de que pueda replicar.
Un suspiro pesado se me escapa. Amo a mi madre, pero su intensidad me asfixia. Para ella sigo siendo la Heather de diecisiete, no la de veintiséis. Mi padre, en cambio, al menos intenta verme como una adulta.
Soy la mayor de tres: Leah, mi hermana, tiene veinticuatro; y Landon, mi hermano menor, apenas dieciocho.
Hace unas semanas terminé con mi pareja. Siete meses juntos y nunca lo presenté, porque no quería arrastrar a mi familia a algo incierto. Igual se enteraron: una amiga subió una foto nuestra besándonos y, por supuesto, Leah fue la primera en verla y la primera en contarlo todo.
Cuando termino de limpiar, la tarde comienza a teñirse de naranja. Me dejo caer en el sofá frente a la ventana, disfrutando la vista hacia la playa. Las olas rompen contra la orilla con suavidad, como un recordatorio de que hay cosas que permanecen aunque mi vida se sienta en ruinas.
Mi casa no es grande, pero la he convertido en mi refugio. A los costados hay otras viviendas similares. La de al lado, idéntica a la mía, siempre me pareció vacía. O eso creía.
La brisa entra y me acaricia el rostro. Cierro los ojos, inspiro profundo... y de pronto algo me golpea en la frente antes de caer sobre mi regazo.
Abro los ojos de golpe. Un avión de papel.
Me levanto, aún confundida, y me acerco a la ventana. Nada. Solo la otra casa, con sus persianas abiertas. Sonrío para mí misma por lo absurdo de la situación y arrojo de vuelta el avión.
¿Quién haría algo así? pienso. Aquí no viven niños, estoy segura.
El avión regresa casi al instante, y esta vez no viene solo: una figura se asoma tras la ventana. Un hombre. Su mirada es directa, demasiado seria para un juego tan inocente.
—¿Te acabas de mudar? —me atrevo a preguntar.
—Vivo aquí hace meses... —responde con una calma que me incomoda.
Lo observo mejor: cabello oscuro, hombros anchos, ojos azules que parecen atravesarme. ¿Cómo no lo vi antes?
—¿Tienes hijos?
Una media sonrisa, apenas burlona, curva sus labios.
—¿Me ves cara de padre?
Su tono me hace sonrojar de lo ridículo de mi pregunta.
—Es que alguien me lanzó un avión de papel, me pegó en la frente y...
—Fui yo —interrumpe, firme, sin rastro de disculpa.
Me cruzo de brazos, intentando sonar tranquila.
—Pues deberías apuntar hacia otro lado. Podría haberme dado en un ojo... O mejor aún, que sea la primera y última vez.
—Ok —dice con frialdad, y se retira de la ventana sin más.
Me quedo quieta, observando el vidrio oscuro que ahora refleja mi propio rostro. Con el avión aún en la mano, lo dejo sobre la mesa. ¿Quién demonios es este hombre?
El móvil vibra. Un mensaje de Lizzy, mi mejor amiga.
—¿Salimos hoy?
—Lo siento, Lizzy, estoy cansada.
—Qué amargada eres, Heather Marshall.
—Si quieres puedes venir y pasamos el rato.
—Necesito bailar.
—Prometo que la próxima vez sí salimos.
—Ok.
—Te quiero, Lizzy. Cuídate.
—Yo a ti.
Apago la pantalla. Pero mi mente no se queda con Lizzy, ni con la llamada de mamá. Vuelve a él. Al vecino de la mirada dura.